Icono del sitio La Razón

La Feria 16 de Julio

Hasta hace unos cuantos años, la ciudad de El Alto y sus particularidades eran totalmente desconocidas en este irrefrenable mundo globalizado. Su nombre deslumbró a partir del periodo de crisis 2000-2005, llamando la atención no sólo por su composición social, su ubicación geográfica y su gran sentido simbólico, sino también por ser el epicentro del terremoto político que inauguró el proceso de cambio. Así, quienes dieron proyección mundial a El Alto fueron una sorprendente cantidad de estudiosos extranjeros como Willem Assies, Tom Salman, Deborah Yashar, entre muchos otros; estudiosos nacionales y locales que en una clara actitud de conveniencia coyuntural pasaron a autodenominarse como pensadores o intelectuales aymaras, pese a que escribieron textos en español y reflexionaron con categorías y conceptos occidentales.

Precisamente, lo que llama la atención en la lectura sobria de los aportes de esos estudiosos es su mitificación de la ciudad de El Alto, en virtud de su sentido principalmente simbólico, porque a la manera de sus “intelectuales aymaras” es vista como el escenario de la “reconstitución metropolitana del ayllu”; o a la manera de sus “intelectuales más occidentalizados”, como el lugar de la resistencia a la modernidad; e incluso como una trinchera anticapitalista, nada más porque su grado de marginación y pobreza así lo permite.

Tales “caracterizaciones” fueron admitidas a pie juntillas en el momento de convulsión social y política, y parecieron incluso perfectamente válidas para explicar el supuesto espíritu antineoliberal de entonces. Supuesto, porque la lógica de todo movimiento social siempre es más práctica en la medida en que se basa en la identificación de un enemigo hacia el cual se dirigen todos los objetivos; y en esa ocasión el enemigo lo constituía el gobierno neoliberal de Gonzalo Sánchez de Lozada. Pero esas exageraciones interpretativas no coincidían con lo que El Alto realmente es y con aquello que no dejó de ser.

Para muestra, basta referirse a la Feria 16 de Julio que, más allá de las fantásticas lecturas indigenistas que la identifican como un qhatu en el que se mantendrían inalterados e incluso salvaguardados la reciprocidad y la convivencia comunitaria aymaras, es simplemente el reino de la libre oferta y la libre demanda y la manifestación más patente de una economía de mercado y de la modernidad con sus expresiones perversas y benéficas. Es así, porque dicha feria no es simplemente un punto de confluencia entre ricos cazadores de baratijas y pobres y empobrecidos buscando su sobrevivencia en un mercado en el que “se encuentra desde una aguja hasta un tráiler”, sino también porque en dicha feria conviven la delincuencia y la chicanería, el engaño y la turbación, lo chic y la piratería imposibles de ser diferenciados por la primacía de la mercancía y el dinero.

Según datos no oficiales, el movimiento económico que genera “la 16” es de aproximadamente 2 millones de dólares en un solo día, y la recaudación a favor de la Alcaldía llega cerca a Bs 200 mil, por concepto de sentajes. La Feria es, además, el escenario de la acumulación de un puñado de comerciantes que se han dedicado a colonizar el lugar y que se verifica en el establecimiento arquitectónico de lo que se ha llamado la “burguesía chola”.

El sentido de la Feria 16 de Julio contrasta de esa manera con la lectura ingenua que se ha producido de la ciudad de El Alto, cuyo principal efecto sería su condena a un simple ejemplo de resistencia a la modernidad, y por tanto un nido simbólico reducido a ornamento indígena, poniendo en segundo plano sus necesidades apremiantes y sus graves condiciones de pobreza y marginación.