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Rasputín o el poder de la sotana

El viejo anticuario, casi ambulante, en un callejón aledaño al cementerio de Praga, me vendió esa joya bibliográfica de la que no me desprenderé hasta terminar la presente crónica. Se trata de la biografía de Rasputín, escrita por Gilbert Maire y publicada por Excélsior en París en 1934. Llamó mi atención debido a que justamente días antes, Vladimir Fedorovski daba a luz su novela de Rasputín y Gerard Depardieu en un film dedicado al “monje loco”. ¿Por qué Gregory Efimovitch Rasputin, casi 100 años después de haber sido asesinado y perfectamente cremado sigue siendo objeto de estudio y  admiración? 

Nacido entre vacas, cerdos y una biblia en 1869, en la pequeña aldea siberiana de Pokrovskoie, desde niño tuvo dotes de clarividente, de concentración religiosa y desdén por los juegos infantiles. Se dice que era adicto a la secta khlysty o sea “los flagelantes”. Animaba las orgías más exóticas en las que, a través del sexo desenfrenado, lograba llegar a un estado de beatitud y junto a sus seguidoras se consustanciaba con Dios, en  inacabable éxtasis célico, para confirmar el principio de la regeneración por el pecado; es decir, que “para acercarse a Dios, había mucho que pecar”.

Fue un jerarca de la Iglesia Ortodoxa quien lo recomendó a la familia imperial, para que el curandero prodigioso tratase de aliviar los tormentos del tzarevitch Alexis, hijo de la emperatriz Alexandra Feodorovna y del zar Nicolás II. Bastó que el santón cogiese la cabeza del infante entre sus rudas manos de labriego, para que el joven hemofílico abra los ojos y escuche embelesado cuentos siberianos que le soplaba ese oso místico. ¡Milagro!, exclamó la zarina y cayó a los pies del hechicero para, desde entonces, hacerlo su gurú, su confidente y su señor. Nicolás II, sometido a  los caprichos de su esposa, consintió casi inconscientemente esa esclavitud psicológica por la salud de su hijo y la tranquilidad de su hogar. Rasputín se hizo indispensable ante la pareja, y era convocado a toda hora al palacio imperial de Tsarkoie Selo.

Entretanto, el “santo-diablo” alternaba su vida disipada con los asuntos públicos, recibía coimas de los poderosos y repartía dádivas entre los menesterosos. Su inclinación por la fornicación fortuita se extendió de feligreses de modesta condición hasta las damas de la Corte. Duquesas, condesas, princesas y consortes de abolengo hacían antesala para compartir el diván del mujik, elevado a la categoría de  starets (guía espiritual). La simbiosis del poder temporal con el hálito celestial convencía a maridos, padres y hermanos que la ofrenda de sus mujeres al piadoso taumaturgo les traería bienestar en la tierra y más tarde un sitio en el paraíso.

El poder omnímodo de Rasputín produjo anticuerpos en la propia capa dominante; y ante el total apoyo de la pareja real hacia el monje, se tramó su asesinato, para lo cual el príncipe Félix Yusupov lo invitó a su palacio con el anzuelo de ofrecerle su mujer, una bella actriz. Tres complotados más estaban ocultos en el recinto, incluido aquel médico encargado de dosificar el cianuro necesario capaz de matar a seis personas, inmerso en la copa de vino ofrendada a la víctima. Pero cuando Rasputín ya envenenado, a sus 47 años, lejos de quejarse solicitó a su captor que toque su guitarra, el príncipe, espantado, le disparó un tiro al corazón. Sin embargo,  éste, antes de caer derrumbado, intentó estrangularlo. Otros disparos lo hieren y aún moribundo, es envuelto en una alfombra, maniatado y amarrado. Luego, los asesinos deciden echar el bulto al río Neva.

Hoy día, aparte de la leyenda, el único resto tangible de Rasputín reposa en el Museo del Erotismo de San Petersburgo, bajo el fanal que protege su pene momificado de 29 centímetros de largo. Visitantes absortos contemplan a diario ese trofeo póstumo que sublima la papilla gustativa, particularmente, de turistas japonesas cuyos murmullos delatan comparaciones odiosas.