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Amnistía y cambio

Las causas de ineficiencia en el sistema judicial del país son estructurales.

/ 19 de agosto de 2012 / 05:20

Desde esta columna he insistido en abrir la reflexión sobre la urgencia de que el Gobierno disponga de una amnistía o un indulto para atender el colapso del régimen penitenciario, y la reforma del sistema de Justicia penal en el país. Afortunadamente, la Dirección del Régimen Penitenciario ha lanzado la iniciativa de un indulto que podría aliviar un 40% del hacinamiento, y el Ministerio de Justicia  anuncia reformas sustantivas al Código Penal y su procedimiento. Estos propósitos son encomiables, pues superan la habitual indolencia con la que el Estado se ocupa de la gente privada de libertad en condiciones oprobiosas, y por un sistema de Justicia penal que sigue saturando cárceles de internos sin debido proceso y sin condena. La preocupación es también regional, son centenas las víctimas de incidentes carcelarios y algunos países han decidido repatriar a los reos extranjeros para superar sus propias limitaciones.

La Constitución dispone que la amnistía y el indulto sean decretados por el  Presidente del Estado con aprobación de la Asamblea Legislativa Plurinacional.

La última disposición de esta naturaleza se produjo hace 12 años, cuando el país transformó el sistema procesal penal y aprobó una amnistía que permitió extinguir decenas de miles de causas penales inmovilizadas y liberar a miles de presos sin condena. En esta oportunidad, pese a las transformaciones sustanciales del Código de Procedimiento Penal y sus recientes contra reformas, concurren mayores razones para considerarla, por la vergonzosa vulneración a los derechos humanos a más de 12 mil internos de los que más del 85% no tienen sentencia. Las causas de ineficiencia del sistema son estructurales. Tienen relación con la debilidad institucional del Ministerio Público, la Policía y la Defensa Pública; con la cultura jurídica que abrazan jueces y abogados, todavía muy afectos al ritualismo y los incidentes; con un diseño poco funcional para incorporar a jueces ciudadanos, con la ausencia de política criminal y con una legislación que privilegia la criminalización. Este escenario no podrá ser resuelto con invocaciones de celeridad ni con amenazas de más juicios, y menos con más cárceles. Exige una decisión mayor.

En la aproximación a una amnistía y las reformas penales, es indispensable tener claridad sobre el rol de la justicia criminal todavía tan manipulada y mal comprendida. Subsiste la idea de que con la aprobación de sanciones más duras, generalmente al calor de emergencias o transiciones, se podrán resolver todos los problemas. La Ley 1008, vigente desde 1988, no ha podido resolver el narcotráfico, su severidad sólo ha servido para criminalizar a los más pobres y vulnerables. Tampoco la más reciente Ley Marcelo Quiroga Santa Cruz ha podido frenar las prácticas de corrupción. Al contrario, es posible asumir que su dureza limita la capacidad de gestión del sector público. La incorporación de tipos penales en la propia Constitución y cuanta ley administrativa se promulga para criminalizar cualquier incumplimiento frente al Estado es una premisa equivocada, vulgariza el derecho penal, convierte la acción penal pública en una práctica inquisitiva desigual, que amedrenta a los ciudadanos y convierte a los fiscales en cobradores sin responsabilidad por la atención oportuna de sus causas.

La solución a los diversos problemas puede encontrarse también en el fortalecimiento de la prevención del delito, en el desarrollo institucional de entidades públicas que fortalezcan el derecho administrativo, en el control gubernamental, el control social y la participación ciudadana, la reducción de la pobreza, el empleo digno y la equidad social. El derecho penal y el poder punitivo del Estado deben contribuir a fortalecer la seguridad ciudadana, pero de ninguna manera convertirse en instrumento de manipulación de poder.

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Tiquipaya y los Derechos Humanos

Esta aparente inoperancia de la CIDH tiene relación con el colapso de su capacidad.

/ 10 de junio de 2012 / 05:35

La 42 Asamblea de la OEA celebrada en Tiquipaya, Cochabamba, debatió sobre el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, aprobó una resolución referida a su fortalecimiento y encargó al Consejo Permanente la atención de las recomendaciones sobre el funcionamiento de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Esta determinación es importante para asegurar la vigencia de un sistema universal, imparcial, autónomo y eficaz que, junto a los Estados miembros, debe fortalecer democráticamente la promoción y protección de los derechos humanos internacionalmente reconocidos.

El empeño será complejo pues, concurren valoraciones de orden jurídico y político, abiertamente encontradas sobre su funcionamiento y futuro institucional, así lo revelaron los discursos de mandatarios, delegaciones y las peticiones de organizaciones de la sociedad civil ante la Asamblea.

Las tensiones se manifiestan con una severidad excesiva que no aprecia el papel que cumplió durante más de 40 años en defensa de los valores democráticos y la justicia, especialmente durante décadas de gobiernos autoritarios.

Tienen también relación con los intereses de las partes que acuden a sus órganos. En la Asamblea se hicieron más vocales los Estados miembros, no siendo todos parte plena ni aceptan la jurisdicción de la Corte Interamericana, entre ellos EEUU, cuya capital, Washington DC es, paradójicamente, sede de la Comisión.

Algunos países han sido particularmente sensibles a la emisión de “medidas cautelares” por parte de la CIDH que afectan sus políticas públicas, como el caso de Brasil en la controversia con comunidades indígenas de la Cuenca del Río Xingu y la construcción de  la represa Bello Monte. En este escenario fue poco afortunada la posición del Secretario General, quien restó el valor obligatorio de las medidas cautelares de la Comisión.

No menos polémica es la posición de Ecuador sobre la Relatoría para la Libertad de Expresión. Las tensiones políticas se entremezclan con los procedimientos cuasi jurisdiccionales, afectan su legitimidad y pueden comprometer su fortalecimiento económico, hoy notablemente insuficiente y reducido a apenas el 5% del presupuesto de la OEA.

Pero lo más preocupante es la suerte de los intereses de los destinatarios del sistema: ciudadanos, víctimas individuales o de colectivos afectados por violaciones a sus derechos que no encuentran la adecuada ni pronta atención o reparación en sus Estados. Tampoco la Comisión tiene la capacidad para atender con oportunidad sus reclamos sobre temas tan sensibles como las garantías al debido proceso; la falta de independencia judicial, la duración irracional de sus juicios, la aplicación retroactiva de la ley, la consulta previa y tantos otros que afectan a miles de personas, muchas privadas indefinidamente de libertad en recintos penitenciarios y bajo condiciones denigrantes. Esta aparente indolencia o inoperancia tiene relación con el colapso de su capacidad. De 7.500 asuntos pendientes, la Comisión guarda aproximadamente 6.000 en estudio inicial, 1.000 en admisibilidad y 500 en resolución de fondo. En promedio recibe 1.500 peticiones por año y 300 solicitudes de medidas cautelares que atingen a 35 estados, al margen de visitas e informes sobre ejes temáticos.

Bolivia, como país signatario de la  Convención Americana de Derechos Humanos que admite la jurisdicción de la Corte Interamericana, debe seguir con el mayor interés el proceso de fortalecimiento del sistema. La nueva CPE define que los derechos y deberes que reconoce se interpretarán de conformidad con los instrumentos internacionales de derechos humanos ratificados por Bolivia, los que además forman parte explícita del “bloque de constitucionalidad”, con primacía frente a leyes nacionales, decretos y el resto de la legislación nacional o autonómica.  

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