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Amnistía y cambio

Desde esta columna he insistido en abrir la reflexión sobre la urgencia de que el Gobierno disponga de una amnistía o un indulto para atender el colapso del régimen penitenciario, y la reforma del sistema de Justicia penal en el país. Afortunadamente, la Dirección del Régimen Penitenciario ha lanzado la iniciativa de un indulto que podría aliviar un 40% del hacinamiento, y el Ministerio de Justicia  anuncia reformas sustantivas al Código Penal y su procedimiento. Estos propósitos son encomiables, pues superan la habitual indolencia con la que el Estado se ocupa de la gente privada de libertad en condiciones oprobiosas, y por un sistema de Justicia penal que sigue saturando cárceles de internos sin debido proceso y sin condena. La preocupación es también regional, son centenas las víctimas de incidentes carcelarios y algunos países han decidido repatriar a los reos extranjeros para superar sus propias limitaciones.

La Constitución dispone que la amnistía y el indulto sean decretados por el  Presidente del Estado con aprobación de la Asamblea Legislativa Plurinacional.

La última disposición de esta naturaleza se produjo hace 12 años, cuando el país transformó el sistema procesal penal y aprobó una amnistía que permitió extinguir decenas de miles de causas penales inmovilizadas y liberar a miles de presos sin condena. En esta oportunidad, pese a las transformaciones sustanciales del Código de Procedimiento Penal y sus recientes contra reformas, concurren mayores razones para considerarla, por la vergonzosa vulneración a los derechos humanos a más de 12 mil internos de los que más del 85% no tienen sentencia. Las causas de ineficiencia del sistema son estructurales. Tienen relación con la debilidad institucional del Ministerio Público, la Policía y la Defensa Pública; con la cultura jurídica que abrazan jueces y abogados, todavía muy afectos al ritualismo y los incidentes; con un diseño poco funcional para incorporar a jueces ciudadanos, con la ausencia de política criminal y con una legislación que privilegia la criminalización. Este escenario no podrá ser resuelto con invocaciones de celeridad ni con amenazas de más juicios, y menos con más cárceles. Exige una decisión mayor.

En la aproximación a una amnistía y las reformas penales, es indispensable tener claridad sobre el rol de la justicia criminal todavía tan manipulada y mal comprendida. Subsiste la idea de que con la aprobación de sanciones más duras, generalmente al calor de emergencias o transiciones, se podrán resolver todos los problemas. La Ley 1008, vigente desde 1988, no ha podido resolver el narcotráfico, su severidad sólo ha servido para criminalizar a los más pobres y vulnerables. Tampoco la más reciente Ley Marcelo Quiroga Santa Cruz ha podido frenar las prácticas de corrupción. Al contrario, es posible asumir que su dureza limita la capacidad de gestión del sector público. La incorporación de tipos penales en la propia Constitución y cuanta ley administrativa se promulga para criminalizar cualquier incumplimiento frente al Estado es una premisa equivocada, vulgariza el derecho penal, convierte la acción penal pública en una práctica inquisitiva desigual, que amedrenta a los ciudadanos y convierte a los fiscales en cobradores sin responsabilidad por la atención oportuna de sus causas.

La solución a los diversos problemas puede encontrarse también en el fortalecimiento de la prevención del delito, en el desarrollo institucional de entidades públicas que fortalezcan el derecho administrativo, en el control gubernamental, el control social y la participación ciudadana, la reducción de la pobreza, el empleo digno y la equidad social. El derecho penal y el poder punitivo del Estado deben contribuir a fortalecer la seguridad ciudadana, pero de ninguna manera convertirse en instrumento de manipulación de poder.