Valle de las ánimas
Es triste pensar que en cada carretera del país hay un ejército de ajayus vagando desconsolados.
Al viajar desde Cochabamba a La Paz pude contar (sin ser demasiado estricta) 259 animitas esparcidas a lo largo de la carretera. Y eso sin tomar en cuenta que las obras para convertir en doble vía un tramo largo del camino seguramente han desterrado a muchas de ellas, condenando a los ajayus que las habitan a un destierro más cruel que el que ya sufrían.
Las animitas son pequeñas tumbas vacías. No guardan el cuerpo del difunto sino la memoria del lugar donde murió y donde vagará, posiblemente, su ajayu perdido. Se dice que quien muere fuera de su hora y lugar, antes de su tiempo, se queda en las cercanías del sitio donde cayó. Se queda en ajayu, por supuesto, ya que los cuerpos (completos o deshechos, reconocibles o despedazados) son normalmente recogidos por las autoridades y luego enterrados cristianamente por los deudos. Lo que no se puede recoger es lo que queda en el camino: las horas no vividas, los lugares no andados, las responsabilidades no cumplidas, las palabras no dichas, las decisiones no tomadas, las vidas que quedaron incompletas. Todo ello, creo, es lo que queda simbolizado por el túmulo de cemento, por la cruz de hierro, por las flores desvaídas, por las guirnaldas moradas y negras que, a pesar de todo, resisten al viento. En todo ello está, después de todo, el ajayu de cada individuo.
Si pensamos que por cada familiar devoto que siembra una animita a la vera del camino hay uno que no lo hace, podríamos imaginar que en los 500 kilómetros que separan las ciudades de La Paz y Cochabamba hay una animita por cada kilómetro recorrido. ¿Cuántas podríamos contar en los otros caminos de ripio, de tierra o de asfalto que dibujan nuestro territorio?
Es triste pensar que en cada carretera hay un ejército de ajayus vagando desconsolados, maldiciendo el día en que se subieron a la flota, en que se animaron a adelantar en curva, en que se distrajeron un ratito, en que se tomaron ese último trago. Es un ejército de vidas truncas que podrían haber completado su ciclo si sólo ellos o quienes los conducían hubiesen respetado las señalizaciones o las reglas o los códigos.
Los accidentes ocurren, claro. Son casi siempre tan inevitables como fortuitos. Pero cada vez que viajo a lo largo de una carretera custodiada por animitas me pregunto qué pensarán de nuestro cansancio o nuestro apuro los ajayus que nos miran pasar por el camino.