Onetti y la revolución de 1952
Onetti dice que en El Alto votaba la oligarquía, y que por eso las milicias movimientistas los detuvieron
Como este año nuestra revolución se está graduando de sesentona, corresponde, creo, poner un granito de arena a la celebración con una anécdota sin duda poco conocida. No se refiere a esos tres o cuatro días propiamente revolucionarios de abril del 52, sino a lo que un marxista llamaría el termidor revolucionario, cuando cuatro años después Paz Estenssoro dejó la presidencia a Siles Suazo vía elecciones. Y el personaje involucrado es, quién lo hubiera pensado, Juan Carlos Onetti. Ocurre que el periódico uruguayo en el que entonces trabajaba lo envió a nuestro país como observador de las elecciones de 1956, junto a otros colegas orientales. Cuenta el propio escritor en una entrevista que cumpliendo esta tarea de observación un día subieron él y sus amigos en el auto de la embajada uruguaya a El Alto, y en el camino los detuvieron los milicianos de la guardia revolucionaria, y entonces un campesino les asestó sin más un tiro, hay que presumir de un ensarrado mauser.
Chistosamente, Onetti dice que en El Alto votaba la oligarquía, y que por eso las milicias movimientistas los detuvieron: “De lo que me acuerdo es de eso: de tener a un indio con el rifle apoyado en mi barriga mientras me dice exaltado: ‘te voy a matar hijo de puta. Te ibas a votar a El Alto contra la revolución”. Pero no hay que equivocarse pensando que El Alto era la ciudad pobre y enorme que es ahora, sino apenas la Ceja y pare de contar. ¿Qué es sin embargo esto de que la oligarquía votaba en El Alto? ¿Simple ignorancia onettiana? En fin, sería una bonita tarea para investigadores noveles.
Al autor de Juntacadáveres no le llamó la atención esta aguda violencia antidemocrática, sólo el lado novelesco del asunto. Es que era todo menos un escritor comprometido con alguna causa, ese tiempo en que las causas eran más claras. Claro, la izquierda latinoamericana, como hizo con Rulfo, y también con Lezama Lima, trató de ponerlo de su lado de algún modo. La novela primeriza Para esta noche (1943), por ejemplo, es una fantasmagoría inspirada en las peleas intestinas de comunistas y anarquistas en la guerra civil española, pero la edición de 1978 que tengo se luce comentando que se trata de una premonición (¿?) del ambiente opresivo de las dictaduras de los años 70’. Ni modo, contra la cháchara antidictatorial no hay nada que hacer.
No creo que Onetti se hubiera rebajado a la tarea de predicar contra el despotismo militar en alguna novela, como un Benedetti o un Cortázar cualquiera. Si se puede resumir su credo, era tan duro como el que le hace decir al protagonista de la novela Dejemos hablar al viento (hermoso título si los hay): “Desde muchos años atrás yo había sabido que era necesario meter en la misma bolsa a los católicos, los freudianos, los marxistas y los patriotas. Quiero decir, a cualquiera que tuviera fe, no importa en qué cosa, a cualquiera que opine, sepa o actúe repitiendo pensamientos aprendidos o heredados”. Ese era Onetti, el escritor que le puso pantalones largos a la novela latinoamericana.
Pero volviendo a la anécdota nacional, nadie murió al final por el balazo del campesino nervioso con la suerte de su partido, pero este pequeño hecho habla un poco de la cultura política populista. Se dice también que el MNR, ese MAS del siglo pasado, hacía fraude en las elecciones sin la menor necesidad, pues de todas maneras tenía asegurada una amplia mayoría. En cuanto a Onetti, dice que una esquirla de la bala llegó a perforarle el sombrero, pero aquí ya parece haber deseado ser más protagonista del suceso de lo que en realidad fue, como buen novelista (fue a otro a quien le ligó la peor parte, comprometiéndole incluso el corazón, pero se salvó).
De todos modos, de haberle volado el plomo la cabeza a Onetti en ese momento, sólo tendríamos que lamentar ahora que nadie escribiera algo así como Juntacadáveres, o El astillero, o El infierno tan temido, ese muy buen cuento escrito en 1957, ni las últimas novelas que escribió después, hasta morir en 1994, plácida y burguesamente en un dormitorio madrileño, lejos de la tonta épica revolucionaria latinoamericana.