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El territorio estratégico de la música

En América Latina, desde tiempos de conquista y misión evangelizadora, la música fue arma de dominación y vaciamiento. Dominación por imposición de valores y signos; vaciamiento por estigmatización. Para los indios, la conversión tuvo un sentido doble: por una parte, el de asimilar el lenguaje conquistador; y por otra, el de renunciar al lenguaje propio. Trocando “idolatría” por “verdad”, según mandato colonial, se inauguraba nuestra educación musical como un espacio de intervención política.

Hoy la música se mueve bajo esas mismas premisas, mediante acciones arraigadas en la inmensa mayoría de instancias de educación formal, y también gran parte de la red de comunicación: “evangelizando”, para olvidar lo que éramos, para no ser lo que somos, y —muy enfáticamente— para no ser lo que podríamos ser.

En nuestra América enseñar y aprender música se limita a enseñar y aprender música europea, mediante procesos excluyentes de toda expresión distinta a la hegemónica. Más aún, ésta se limita sólo a un período de su historia, coincidentemente el de su expansión colonial sobre el planeta. Están ausentes de la educación las músicas de los pueblos que aquí estaban y que aquí sigue-están, codificables en teoría, práctica, desarrollo y proyección; están ausentes las manifestaciones populares vigentes y en constante reproducción; están ausentes, por supuesto, todas las diversidades que el planeta propone en la vastedad extra europea.

Y durante las últimas décadas han surgido nuevas formas de colonización. En la música culta, por ejemplo, el llamado “Sistema” venezolano se autocomplace con resultados de valor meramente mecánicos, vaciados de contenido y representación propios. Es un modelo de reproducción cultural, pero no es un modelo de producción cultural, en absoluto. Estéril y esterilizante. Gravísima deficiencia, cuando nuestra única perspectiva de sobrevivencia en tiempos globales es producir por nosotros mismos los paradigmas que nos expresen y nutran.

Adicionalmente, en música popular, acciones de formato mediático (como MTV, en todas sus variantes y versiones), con multitudinario impacto sobre nuestras indefensas audiencias, cierran fronteras a la idea de música como lenguaje diverso y expansivo, donde ninguna otra manera de hacer música podría trascender si se aleja del unívoco modelo. Se trata de un seco condicionante a los jóvenes. Su impacto se afina por mecanismos extensivos de validación, entiéndase, premios, bandas sonoras, internet, etcétera.

Por más de 500 años, la América Latina ha subestimado la enorme gravitación de la música para la construcción de soberanía cultural y política. Y no por ausencia de extraordinarias manifestaciones populares, o fenomenales sobrevivencias ancestrales, o extraordinarios signos de creatividad, sino por el fuerte signo hegemónico con que se impone, sobre todas ellas, una música autoerigida “superior”. Nuestra educación perpetúa esa anomalía, no se cuestiona.

Cualquier emprendimiento formativo en el campo de la música no podrá soslayar estos antecedentes, si aspira a abrir horizontes hacia un nuevo orden cultural en América Latina. Esa es la dimensión del desafío.