Para muchas madres bolivianas —sobre todo las responsables— no es una novedad que en Bolivia sea muy difícil serlo, más si tenemos en cuenta especiales condiciones y situaciones cuando una, por azares de la vida, ha decidido emprender el camino en solitario con su hijo. Es cierto, Ortega y Gasset nos recordaría desde el más allá que una está determinada por sus circunstancias, pero a veces, las más, éstas son tan duras y complicadas que realmente no sólo nos determinan, sino que además nos abruman, nos preocupan, nos enferman; en fin, casi no nos dejan sonreír y mirar el horizonte.

Una de estas circunstancias es aquella con la que una se topa al acudir a los tribunales con el propósito de lograr que el padre de un niño pueda ojalá cumplir con sus mínimas obligaciones económicas. Éste es mi caso. Ilusamente decidí confiar en la Justicia y lo que mal se llama “administración”, y emprendí hacia los juzgados en el mes de enero de este año, con el único objetivo de que mi hijo pueda ser acreedor de los derechos que la Constitución y normas prevén, y que muchos en el camino político erigen como estandartes de lucha con el fin de convertir a las personas, sobre todo a las escépticas.

El calvario empezó con una solicitud dirigida a un juez inexistente. Así es, a momento de formular mi legal, legítima y justa solicitud, el juzgado encargado no tenía juez asignado, por lo que el siguiente magistrado en número se hacía cargo de sus asuntos y de aquellos que le correspondían al juzgado acéfalo. Dicho funcionario no sólo tenía que bregar con sus numerosas causas judiciales, sino que por ineficiencia en la mal llamada “administración de justicia” debía además asumir la carga procesal de otro juzgado. Una locura para cualquier ser humano, aún para el más empeñoso, meticuloso y trabajador.

Esta circunstancia determinó que mi expediente yaciera en el limbo por espacio de cuatro meses, hasta que la suerte pareció sonreírme; posesionaron a una jueza a cargo del juzgado que me correspondía. La alegría duró como diría un poeta urbano “lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks…”. La jueza llegó para entender cuál era su función, hasta ello transcurrió un mes; luego se enteró cuáles eran los casos que debía resolver, otro adicional; y hasta que encontró mi expediente en el último rincón del juzgado transcurrió otro mes más.

No me quedó más que ejercer presión verbal y argumentar, alegar, fundamentar y explicar la razón de mi petitorio, los derechos que asisten a mi hijo, la necesidad de resguardar el interés superior del menor y hasta amenazarla con todos los escenarios que Dante Alighieri nos describe como tan poco alentadores pero muy ardientes en una de sus obras.

La jueza parecía haber reaccionado, pero con estupor descubrí que en el juzgado pecan por exceso o por defecto; no obstante las extensas explicaciones incluidas en el memorial de solicitud de liquidación de la pensión alimenticia, la Sra. Jueza emitía una liquidación con unas sumas astronómicas que yo desconocía por completo, lo que me llevaba a pensar en dos únicas alternativas, ambas absolutamente preocupantes. La “operadora de justicia” no entendía lo que yo había afirmado como sustento de mi petitorio, o —lo que es peor— yo había perdido en este tránsito de luchar contra mis circunstancias la posibilidad de comunicarme claramente con el resto de los mortales.

Como fuere, haciendo un análisis casi empresarial del costo beneficio que suponía observar la liquidación mal practicada, decidí bajo el asesoramiento, consuelo y consejo de diversidad de colegas no observar absolutamente nada y permitir que dicha liquidación fuera notificada al papá, para que sea él quien pudiera presentar los reparos que mejor considerare pertinentes.

Pero cuál fue mi sorpresa cuando me enteré que en el juzgado no existía Oficial de Diligencias (personal de la “administración de justicia” encargado de poner en conocimiento de las partes cuanto acto procesal pueda existir en el curso de cualquier trámite judicial), ésta otra circunstancia es una de las más sorprendentes que me ha tocado vivir.

Una vez anoticiada de este claro impedimento para que el papá conociera la liquidación, me confirmaron que la oficial de diligencias del juzgado siguiente estaba asumiendo tales labores, a decir de los “administradores de justicia” de manera transitoria. Inevitable fue que reviva de alguna manera lo que había sucedido ya con el juez suplente, aunque y parafraseando a Bryce Echenique soy una pesimista que espera que todo vaya muy bien.

A pesar de este espíritu, diría ya estoico, las cosas no fueron bien. Hasta el momento de escribir este escalofriante relato, aún estoy luchando porque la liquidación sea notificada al papá de mi hijo; aún estoy esperando la benevolencia de la Oficial de Diligencias suplente; aún estoy esperando por una chispa divina que ilumine la mente de la “administradora de justicia”; aún espero e imploro porque en un  arranque de racionalidad los miembros del Consejo de la Magistratura puedan trabajar y cumplir las labores que tienen encomendadas, llenando las acefalías en el Órgano Judicial; aún espero que los legisladores se den cuenta que hay problemas importantes más allá de las luchas políticas que ocupan sus días y tantas de sus noches; aún espero que los que deben hacer gestión pública se den cuenta que la base de esta mal llamada sociedad somos las madres y los niños; en fin… aún espero un milagro que determine que mis circunstancias cambien ostensiblemente para bien.