Una de las más demoledoras consecuencias de las crisis es el envilecimiento social que a menudo provocan: la gente tiende a ser más egoísta, más chovinista, más irracional; el miedo fascistiza y los pueblos asustados reclaman recortes democráticos y se avienen a perder derechos duramente conquistados. Y, así, veo aumentar la inquina contra los inmigrantes, por ejemplo, o crecer un irónico, petulante desdén hacia la ayuda internacional: “Con la de pobres que tenemos aquí, ¿vamos a ayudar a los de fuera?”, dicen muy sobrados mientras en el Sahel agonizan miles de personas.

Y yo no puedo evitar la sospecha de que esos que tanto parecen escandalizarse por los pobres patrios quizá sean los que jamás han movido un dedo por ellos. Lo mismo sucede con los animales: apenas estábamos saliendo de la brutalidad que caracteriza a este país cuando la crisis ha dado nuevas alas a los feroces. Estoy harta de escuchar en los últimos meses el mismo torpe tópico expresado con grandilocuente engreimiento: “Con la de pobres que hay, ¿vamos a preocuparnos de los animales?”.

Pero es que el respeto a todos los seres vivos no es algo baladí: es una parte esencial del desarrollo cívico y cultural de un pueblo, del fortalecimiento de un Estado de derecho. No es un asunto de derechas ni de izquierdas, sino de simple ética. “Un país, una civilización se puede juzgar por la forma en que trata a sus animales”, dijo Gandhi. Nos estamos descivilizando. No al Toro de la Vega. No a la barbarie.