Ángeles con picardía
La iglesia de Calamarca alberga la serie más completa de ángeles del barroco mestizo
Generalmente tienen los ojos bajos o te miran de reojo, desmintiendo con la boca, fruncida en un mohín infantil, el gesto militar de las manos empuñando lanzas o arcabuces. Quizá su encanto consiste en que su imaginería es una mezcla lograda de actitud bélica con coquetería femenina. Son los arcángeles del barroco mestizo y es casi imposible sustraerse a su seducción híbrida de alados seres imaginarios y, al mismo tiempo, tan terrenales. Si quiere verlos acérquese a Calamarca.
Calamarca está a unos 60 km de la ciudad de La Paz y su iglesia alberga a lo que se reconoce como la serie más completa de ángeles del barroco mestizo. Todas las pinturas son anónimas, por lo que se adjudican a un supuesto maestro de Calamarca, quien, como explican los historiadores Teresa Gisbert y José de Mesa, podría ser el pintor José López de los Ríos, que pintó los que hay en la iglesia de Carabuco, departamento de La Paz, allá por 1684.
Según Gisbert y Mesa, Dionisio de Areopagita, obispo y escritor religioso del siglo VI, en su obra sobre la jerarquía Celestial dividió a los ángeles en tres grupos: el primero, “en la cima de la jerarquía, rodeando a Dios, lo componen serafines, querubines y tronos”; el segundo incluye a “potestades, virtudes y poderes, quienes simbolizan la sabiduría divida”; el tercer grupo es el de los “príncipes, arcángeles y ángeles, y están encargados de la relación con la humanidad”.
Hay pinturas muy antiguas en algunas partes de España que, según los mismos autores, “parece que precedieron a las de América”, mientras que en los territorios del Nuevo Mundo “aparecieron hacia 1600 en la región que se extiende desde el norte de Perú hasta el norte de Argentina”. En nuestro país se los puede encontrar en las iglesias de poblaciones del altiplano, como las de Calamarca, Peñas, Jesús de Machaca y Carabuco en el departamento de La Paz; Yarvicolla y Sora Sora en Oruro, y en la de San Martín, del departamento de Potosí.
“Los ángeles son representados como seres asexuados, jóvenes e imberbes, vestidos con trajes femeninos cortos, a veces con atuendos de soldados del siglo XVII, llevando un arcabuz u otras armas de fuego”. Andróginos príncipes del rayo, del granizo, el trueno, las estrellas y el sol; de los planetas y cometas, de la luna y de la noche; de los terremotos; del viento, nieve, tempestad, huracán, torbellino y otros fenómenos naturales. Parece claro que la iconografía angélica estaba destinada, por un lado, a sustituir la adoración “pagana” a los fenómenos de la naturaleza y, por otro, a fomentar la devoción a esta corte celestial.
¡Vaya si lo lograron! Los ángeles coquetos siguen ahí, firmes en sus velados pasos de danza, desafiando desde las paredes de las iglesias del altiplano el paso del tiempo, el descuido y los ataques humanos y de la naturaleza. Nos invitan y nos esperan con el mismo gesto ambiguo de ingenuidad y lascivia con el que fueron pintados hace casi cinco siglos, en una representación sorprendente de lo que el mundo religioso esperaba de ellos, que fueran mensajeros, vigías y alcahuetes enlazando el cielo con la Tierra. Pero era demasiada tentación…
Probablemente, cuando el obispo Dionisio de Areopagita los describía con tanto detalle y, siglos más tarde, los pintaba con amor el Maestro de Calamarca, jamás imaginaron que iban a enamorarse de la Tierra y de los seres humanos, tanto, que decidieron quedarse a vivir entre nosotros.