¿La muerte de una clase?
Colquiri ha puesto en marcha nuevamente la lógica proletaria, que se arronja la misión estatizante
Los orígenes del actual proletario minero pueden rastrearse a los mismos albores de la explotación española de las minas de plata. Ni todos los socavones contaban con el apoyo de mitayos; ni éstos alcanzaban para trabajar las vetas en el Cerro Rico de Potosí, las únicas poseedoras de una fuerza de trabajo indígena forzada. Los propietarios de minas recurrieron a los llamados mingas, trabajadores libres, que se conchababan, intermitentemente. Cuando la República, al fracasar sus intentos de reponerla, abolió definitivamente la mita, los mingas dominaron el incipiente mercado de trabajo. Usaban la fuerza de su escasez para imponer sus condiciones. Faltaban regularmente los lunes, celebraban frecuentes algazaras en medio de semana, y abandonaban la mina para concurrir a sus comunidades para la siembra y la cosecha.
A fines del siglo XIX, en medio del desgarramiento que implicó la acumulación originaria, los Patriarcas de la Plata introdujeron normativas para sujetar a la indócil fuerza de trabajo a las reglas de la empresa capitalista. Éstas solamente fueron efectivas cuando miles de personas, muchas de los valles de Cochabamba, se trasladaron a los socavones del estaño de Uncía (Oruro). Su disciplinamiento y dependencia del salario, expresión de su proletarización, junto a la difusión de ideas anarquistas y marxistas, fueron la condición de la emergencia de una nueva contabilidad del tiempo, del salario y de la organización.
Fue así que desde mediados de la segunda década del siglo XIX proliferaron huelgas por incremento de jornales, derechos laborales y de organización. Todas, sin falta, fueron reprimidas. Tras la Guerra del Chaco, la tortilla se dio la vuelta. Se concedió autorización para conformar sindicatos y en 1944 (gobierno de Gualberto Villarroel), la fuerza histórica de los asalariados se impuso al fundarse la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB).
De allí en más, la FSTMB se convirtió en un actor político por excelencia. Tesis de Pulacayo (1946), participación en comicios parlamentarios y victorias resonantes en centros mineros (1947) e insurrección popular (1952) construyeron el mito minero. Tras separarse del MNR en la década de 1960, lograron que sus poblaciones cobijaran las ideas más avanzadas de la época, y proyectaron desde allí la lucha más denodada por las transformaciones sociales. Una clase, Marx dixit, no en sí y sino para sí, consciente de una misión redentora.
Todo pareció desmoronarse con la relocalización y la dispersión minera de 1985. Los proletarios disminuyeron y crecieron las cooperativistas, hasta alcanzar un número estimado entre 80 y 100 mil socios, el doble de los asalariados en su época de esplendor. Varios estudios muestran que bajo esta figura se esconde una nueva forma de explotación y acumulación (originaria) de carácter privado, atraída por los altos precios del mineral. De ahí que el conflicto de Colquiri pusiera nuevamente en marcha la lógica proletaria, que, como en los viejos tiempos, se arronja la misión estatizante, aunque sin resultados remarcables. El proletariado quedará encapsulado numéricamente. Hace ya tres décadas, justo en el cénit de la conciencia obrera minera, René Zavaleta Mercado escribió que sin ella y sus portadores no valdría la pena vivir en Bolivia. ¿Qué diría ahora?