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El eterno culpable

La prensa propagó irresponsablemente el fuego encendido por la fábula de la película sobre Mahoma

/ 13 de octubre de 2012 / 04:45

Las manifestaciones que se produjeron semanas atrás en el mundo arábigo-musulmán dejaron varios muertos, empezando por el embajador estadounidense Stevens, amigo de Libia y arquitecto de su liberación.

Pero, además, dejaron otra víctima colateral, y qué víctima, pues se trata ni más ni menos que del pueblo sirio en su conjunto, apaleado como nunca, bombardeado cada vez más, ante la indiferencia de unas naciones que sólo esperaban un pretexto como este para enterrar sus tímidas y recientes veleidades de intervención: “Si esto es la primavera árabe —murmuran en las cancillerías— si así se lo agradecen a aquellos que, como el embajador Stevens, creyeron en esta liberación, entonces, ¿para qué abrir un nuevo frente, una nueva caja de Pandora?”.

Incluso en Francia, los fanáticos que fueron a manifestarse ante la Embajada de Estados Unidos y, de paso, a abuchear a un aliado de Francia, al tiempo que los valores fundadores de la República, hicieron más en una tarde para desacreditar la imagen, no sólo de los inmigrantes, sino de los franceses de confesión musulmana, que años de discriminación, racismo cotidiano, xenofobia y estrechez de miras. Evidentemente, la inmensa mayoría de los musulmanes de Francia no se reconoce en esa minoría de alborotadores manipulados. Pero, ¿quién lo sabe?, ¿quién lo comprende?

Cuando todo haya terminado y tengamos más perspectiva, habrá que intentar hacer balance de este desastre político y humano, de esta congelación, esperemos que provisional, de la revolución en Túnez, Egipto y, tal vez, Libia.

Pero, por ahora, me gustaría detenerme en un momento de la secuencia de acontecimientos que ya está muy claro y, para mi sorpresa, casi no ha atraído la atención de los comentaristas, a pesar de su gravedad. Corre la mañana del 12 de septiembre. El cuerpo sin vida del embajador Stevens acaba de aparecer en Bengasi; esa cara gris, irreconocible, que conmociona a quienes lo conocieron. Y un hombre, Sam Bacile, que se declara autor de la película que ha desatado la tormenta, concede una entrevista a la agencia Associated Press y al diario The Wall Street Journal en la que se presenta como un “israelo-estadounidense residente en California” que ha contado para esta empresa con la ayuda de 50 “donantes judíos” que permanecen en un prudente anonimato. El resto de la prensa reproduce la historia. Luego, la radio y las televisiones de Estados Unidos, Europa y el mundo entero.

Durante 48 horas, y sin que a nadie parezca sorprenderle, sólo se habla de los 50 judíos que han pagado un video cuyo único objetivo es insultar a los musulmanes y provocar un conflicto mundial. Aquí nos dicen que Sam Bacile está “aterrado por lo que ha hecho”. Allá suben la puja afirmando que los proveedores de fondos no son 50, sino 100.

Unos dicen que han sido vistos, y que están a punto de ser detenidos, pues son los mismos que, hace ocho años, se manifestaron contra la película de Mel Gibson. Otros se dedican a hacer análisis delirantes de los que se deduce que, a dos meses de las elecciones estadounidenses, el objetivo de la “conspiración” era debilitar a un Barack Obama al que suponen menos sionista que su rival.

Con más perspectiva habrá que intentar hacer balance de este desastre político y humano, de esta congelación, esperemos que provisional, de la revolución en Túnez, Egipto y, tal vez, Libia.

Posteriormente, nos enteramos de que Sam Bacile no existe. De que el autor de esa necia —e inmunda— película no es en absoluto judío ni tampoco israelita, sino copto. De que los 50 o 100 donantes judíos no son más reales que Sam Bacile, que en realidad ha contado con el apoyo de un puñado de fundamentalistas cristianos, sin duda respaldados por un estafador de poca monta y un autor de películas porno.

En resumen, la prensa despierta de sus 48 horas de locura y descubre que ha repetido una y otra vez, y sin la menor verificación, la historia de un manipulador, un entramado de mentiras, un montaje al que ha dado una repercusión planetaria.

El problema es que el mal está hecho. Y la experiencia demuestra que, si no son rápida y contundentemente desmentidas, la vida de este tipo de manipulaciones se prolonga, como la luz de las estrellas muertas, mucho tiempo después de su denuncia factual.

¿Dónde están los desmentidos? ¿Dónde, esos mea culpa, esas excusas, que deberían ser tan espectaculares como el lanzamiento del rumor? ¿Dónde está el artículo de Associated Press contando, para intentar desarmarla, la historia de esa trampa en la que tan fácilmente cayeron los periodistas de la agencia y, a continuación, la prensa del mundo entero?

¿Y los medios de comunicación especializados en el arte de la contrainvestigación, la contrainformación y demás formas de análisis del discurso mediático? ¿A qué esperan para descifrarnos esas horas de arrebato colectivo en las que todo el mundo se lanzó de cabeza a una historia digna del más burdo capítulo de los Protocolos de los siete sabios de Sión?

Cuando las embajadas hayan dejado de arder, otro fuego seguirá consumiéndose, el de las almas, insidioso y, si no se actúa enseguida, más devastador aún. Y por eso, apagar ese otro fuego que han dejado propagarse al aceptar con los ojos cerrados la fábula del cineasta israelo-estadounidense financiado por sus 50 o 100 conspiradores judíos es hoy una tarea urgente para todos aquellos que se ocupan de informar a la opinión pública mundial y de elevar la conciencia pública.

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Malí, deber de proteger, acto 2

Esta guerra será larga y traidora, derrotar a los talibanes malianos no será un camino de rosas

/ 19 de enero de 2013 / 04:36

La intervención francesa en Malí es una buena cosa al menos por cinco razones. Primero. Supone un freno a la instauración de un Estado terrorista en el corazón de África y a las puertas de Europa. La respuesta de los interesados, su disciplina, lo que hemos descubierto sobre la sofisticación de su armamento y su capacidad para alcanzar a los aparatos en pleno vuelo acaban de demostrar, por si aún fuera necesario, que, en efecto, nos enfrentamos a un ejército del crimen. Organizado, entrenado, temible.

Segundo. Desbarata el verdadero objetivo bélico de Ansar Dine más allá de Malí: reforzar las células islamistas que operan en Mauritania, al oeste, y en Níger, al este; enlazar, al sur, con los combatientes de Boko Haram, el movimiento islamista demencial que siembra la muerte en Nigeria; y cortar, así, la subregión mediante un eje del crimen que, sin la operación que nos ocupa, habría sido imposible romper.

Tercero. Confirma, en el plano de los principios, ese deber de protección que ya estableciera la intervención en Libia: una vez es un precedente; dos, jurisprudencia. Y, para los partidarios del deber de injerencia, para los adversarios de un derecho de los pueblos a disponer de sí mismos —que se confunde alegremente con el derecho de los pudientes a lavarse las manos con respecto a la suerte de los parias de la tierra—, para todos aquellos que piensan que la democracia no tiene más fronteras que el terrorismo, es un avance.

Cuarto. Reafirma la antigua teoría de la guerra justa que también resucitó con la guerra de Libia: François Hollande sólo ha aceptado el uso de la fuerza como último recurso; lo ha hecho de plena conformidad con la legalidad internacional, tal y como la formuló la resolución del 12 de diciembre del Consejo de Seguridad; y se ha asegurado de que la operación tiene unas probabilidades razonables de éxito y de que el mal que va a causar será menor que el que va a evitar. Es la teoría de Grocio. Y la de Santo Tomás. Es una hermosa lección de filosofía práctica.

Quinto. Vuelve a poner de manifiesto el eminente papel de Francia, de nuevo en la primera línea de la lucha por la democracia. ¿Hollande tras los pasos de Sarkozy? Como si ése fuera el problema. Como si lo que está ocurriendo no fuera mil veces más importante que tal o cual rivalidad mimética. Vista, por ejemplo, desde Estados Unidos, Francia está inventando una doctrina estratégica y ética que les ha caído por la retaguardia a esos dos azotes gemelos que son, por una parte, el neoconservadurismo y, por otra, el soberanismo. Y, aun sin ser excesivamente “patriota”, sería un error no alegrarse de ello.

Lo cierto es que, en el momento en que escribo estas líneas —lunes por la noche—, la partida está lejos de haber sido ganada, y lanzar las campanas al vuelo también sería un error.

Uno. Está la amenaza terrorista esgrimida por los talibanes de las arenas contra los franceses, que, en palabras de Omar Ould Hamaha, alias Barbarroja, “han abierto las puertas del infierno” y sólo podrán echarse la culpa a sí mismos cuando ardan en él. Es la mismísima retórica de Al Qaeda; su delirio apocalíptico; pero también un riesgo real para la población civil que, como de costumbre, es el blanco de esta gente.

Dos. Está la cuestión de nuestros rehenes, que, para gran sorpresa de estos chantajistas, no han resultado ser los escudos que ellos creían. ¿Cómo reacciona uno cuando pierde su seguro de vida? ¿Se deshace de él como de un lastre molesto? ¿Se venga? ¿Negocia lo que aún sea posible negociar? ¿O debemos prepararnos para llorar, algún día, a un Daniel Pearl francés? La idea es estremecedora.

Tres. Están, sobre el terreno, las condiciones propias de la guerra en el desierto: a menudo nos dicen que el desierto es la tierra más yerma que hay, y que en ella uno está más al descubierto y es más vulnerable que en cualquier otro lugar. Es un error. Es al revés. Cualquiera que haya visto —en Libia, precisamente— a los combatientes mimetizados con la arena de las dunas, cualquiera que haya visto surgir de la nada a una columna de camionetas a la que ningún satélite había detectado, sabe que esta guerra será larga y traidora, que derrotar a los talibanes malianos no será un camino de rosas.

Cuatro. Está la solución política, que hay que favorecer por todos los medios mientras continúan los bombardeos. ¿Qué decir a los tuareg? ¿Qué hacer de su antigua y, en cierto modo, legítima voluntad de independencia? ¿Cómo se reconstruye un país sin Estado, una nación sin Gobierno ni ejército? Y en la misma Bamako, ¿con quién se puede contar para inventar un principio de democracia? Por ahora, son preguntas sin respuesta. Y exigirán tanta habilidad política como firmeza militar.

Cinco. Finalmente, no tardaremos en oír el inevitable concierto de aves de mal agüero clamando contra el estancamiento, contra el nuevo Vietnam, contra el aventurerismo de una guerra que únicamente debía durar unos días y, apenas transcurrida una semana, habrá quien tache de “eterna”.

Caprichos de la palabra en la democracia de opinión, munichismo de esta Francia biempensante, carente de generosidad, cautelosa, que sólo a disgusto se decide a la unión nacional de hoy. ¿Seremos lo bastante tenaces como para resistirlo? ¿Seremos capaces de oponer el desprecio conveniente a aquellos que ya claman contra el retorno de la Françafrique y sus reflejos neocoloniales?  François Hollande afronta su primera verdadera prueba política y su cara a cara con la Historia.t

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Construir la Europa política o morir

La fuerza del euro en el debate

/ 23 de septiembre de 2012 / 04:00

Si Europa no se transforma en una entidad política, el euro desaparecerá. Esta desaparición puede cobrar muchas formas y dar diferentes rodeos. Puede ser una explosión, una implosión, una muerte lenta, una disolución, una división. Puede llevar dos, tres, cinco o diez años, y venir precedida de numerosas remisiones que, cada vez, nos harán pensar que lo peor ha quedado atrás. El acontecimiento desencadenante podrá ser el derrumbamiento de una Grecia acogotada por unos planes de austeridad imposibles de cumplir e insoportables para el pueblo o un golpe de efecto como el del tribunal de Karlsruhe, que rechaza el riesgo ilimitado al que se vería expuesta Alemania en caso de impago por parte de un Estado miembro.

Pero desaparecerá. Si algo no cambia, desaparecerá antes o después. Ya no es una hipótesis, un vago temor, un capote rojo agitado ante los europeístas recalcitrantes; es una certeza. Y esta certeza no se deduce sólo de la lógica (del absurdo de esa quimera que sería, si todo siguiera como hasta ahora, una moneda única abstracta, como fluctuante, ya que no se apoya en economías, recursos ni fiscalidades comunes), sino de la historia (todas las situaciones de los dos últimos siglos que recuerdan a la crisis que estamos viviendo).

Pues el euro no es el primer experimento de moneda única que lleva a cabo Occidente. Hubo al menos otros seis, y su crónica es rica en enseñanzas, por mucho que, como siempre, las situaciones no sean comparables. Dos de ellos fracasaron notoriamente, y fracasaron por culpa de los egoísmos nacionales combinados con las desigualdades de desarrollo entre unos países que, sin unirse, no podían hablar el mismo lenguaje monetario (en el primer caso, el episodio clave fue de hecho el impago de… ¡Grecia!). Me refiero a dos aventuras hoy olvidadas: la Unión Monetaria Latina (1865-1927) y la Unión Monetaria Escandinava (1873-1914). Otros dos triunfaron bastante rápida y claramente —y si lo hicieron fue, en ambos casos, porque el proceso de unificación monetaria vino acompañado por una unificación política—. Me refiero, por una parte, al nacimiento del franco suizo, que, en 1848, fecha de la promulgación de la Constitución que dio origen a la Confederación Helvética, y tras medio siglo de palos de ciego ocasionados por la negativa a pagar el precio político de la unión económica, reemplazó a las diferentes monedas acuñadas hasta entonces por las ciudades, cantones y territorios. El otro fue la victoria de la lira, que, en el momento de la Unificación italiana, se impuso a una miríada de monedas indexadas unas veces a las de los Estados alemanes, otras al franco, otras a unas antiguas tradiciones ducales o republicanas  (y aun así, ¡qué alto precio por este triunfo! En particular, en el sur, ¡cuántos dramas, cuántas antiguas estructuras pulverizadas, microsociedades disgregadas, pueblos enteros abocados a la emigración hacia el norte, cuando no hacia Francia o hacia América!).

Los dos últimos experimentos, marcados por la incertidumbre y los reculones, estuvieron a punto de fracasar, pero terminaron triunfando; después de 1.000 crisis, retrocesos y derogaciones temporales, los dos dieron lugar a una moneda verdaderamente única, gracias a unos dirigentes valientes que comprendieron que una moneda sólo existe si está respaldada por un presupuesto, una fiscalidad, un régimen de asignación de recursos, un derecho laboral, unas reglas del juego social; en resumen, unas políticas realmente mutualizadas. Es la historia del nuevo marco, que, casi 40 años después del Zollverein, se materializaba contra los florines, los táleros, los kronentállers y otros marcos de las ciudades hanseáticas. Y es también la historia del dólar, que, aunque tendemos a olvidarlo, tardó 120 años en imponerse y, de hecho, sólo lo hizo cuando se consintió en federalizar la deuda de los Estados miembros de la Unión.

El teorema es inexorable. Sin federación, no hay moneda única. Sin unidad política, la moneda sobrevive algunas décadas y, luego, una guerra o una crisis se la lleva por delante. En otras palabras, sin el progreso de esa integración política cuya obligatoriedad recogen todos los tratados europeos pero que ningún responsable, ni en Francia ni en Alemania, parece querer tomarse en serio; sin una cesión de competencias por parte de los Estados nacionales y, por tanto, sin una clara derrota de esos “soberanistas” que, en realidad, empujan a los pueblos al retroceso y a la debacle, el euro se desintegrará como se habría desintegrado el dólar si los sudistas hubieran ganado la Guerra de Secesión.

Antaño, se decía: socialismo o barbarie. Hoy, hay que decir: unión política o barbarie. Mejor aún: federalismo o fragmentación y, después de la fragmentación, regresión social, precariedad, aumento del paro, miseria. Mejor aún: o Europa da un paso más, o avanza hacia esa integración política sin la cual ninguna moneda común ha conseguido durar nunca, o se hace a un lado de la historia y se hunde en el caos.

Ya no tenemos elección: la unión política o la muerte. Todo lo demás —ensalmos de los unos, pequeñas componendas de los otros, fondos de solidaridad por aquí, bancos de estabilización por allá— no hace sino retrasar lo inevitable y alimentar en el moribundo la ilusión de un aplazamiento de la condena.

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