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Democracia celebrada

En el debate intelectual se ha establecido que la democracia realmente existente en América Latina sería la democracia electoral; esto es, un sistema que ha sido capaz de garantizar únicamente los derechos políticos de los ciudadanos y no sus derechos económicos ni sociales. En dicho debate se ha precisado también que el establecimiento de esa democracia derivó de las propias condiciones del contexto, que no correspondían a la serie de requisitos que, desde los años 50’, los estudiosos identificaron como necesarios para su óptimo funcionamiento. Tales requisitos consistían en el elevado nivel de desarrollo económico, el sentido de pertenencia a la nación, una estructura de clases bien definida y una cultura política democrática, que eran naturalmente inexistentes en los países latinoamericanos.

Sin embargo, exceptuando Cuba, todos esos países fueron adoptando la forma democrática de gobierno, sorteando sus propias dificultades. Pero en los años 90’, un desencanto de los ciudadanos con la democracia alarmó a los estudiosos y resultó que aquéllos mismos requisitos faltantes reaparecieron como variables explicativas de un “apoyo difuso” hacia esa forma de gobierno, porque ella no había podido eliminar las históricas contradicciones económicas, políticas y sociales que eran evidentes, a través del elevado nivel de pobreza y desigualdad.  La pregunta entonces es: ¿Por qué la democracia viene subsistiendo en las últimas décadas en la región?

Para los estudiosos se debería a un sentido churchilliano de la democracia entre las valoraciones políticas del latinoamericano, el cual alude a lo dicho por Winston Churchill quien asumía que “la democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las demás”. En este sentido, nuestro pasado dictatorial sería determinante. Pero la falta de condiciones preestablecidas y el pasado histórico han hecho posible que el mejoramiento o retroceso de una democracia limitada a la práctica electoral dependa también de otros actores y circunstancias. Empero, lo que llamó la atención en la celebración de los 30 años de vida democrática del país fue el predominio de una visión precisamente electoralista, que basada en la historiografía de la alternancia política agradeció la continuidad de la democracia a las élites y a los caudillos que resultaron más importantes que los propios procesos políticos.

Sumada a esta visión, apareció también otra de sentido coyunturalista que sobredimensionó el estado de la democracia, reflexionando sucesos de corto plazo; de boca de sus exégetas, ella estaría en su máximo estado de realización, como democracia participativa y comunitaria.

Es claro que ambas visiones no suponen pretensiones distintas de validez, porque la visión elitista asume a la democracia como un mecanismo de dominación; y la visión participativa y comunitaria sólo pretende atribuirle un carácter social. Por eso, al igual que en la democracia electoral latinoamericana, la clase política boliviana sigue siendo vista como un actor protagónico, mientras que, como el ciudadano latinoamericano, el boliviano es convertido en un simple votante con condiciones de pobreza y desigualdad no alteradas.

Los actores interesados en la reversión de esas condiciones fueron siempre los movimientos sociales, los cuales curiosamente desaparecieron en la celebración de la democracia, pese a ser el verdadero impulsor del cambio. De hecho, la democracia boliviana le debe su continuidad a un proceso de tensión permanente entre las élites y el pueblo, lo que ha hecho de esa forma de gobierno un sistema en constante proceso de construcción, pero que lamentablemente no ha podido superar todavía su sentido simplemente electoral.