Turquía y el embrujo de Estambul
Estambul, con sus 15 millones de habitantes, es tan europea como Berlín o París
Como saliendo de la máquina del tiempo, llegué a Estambul después de más de medio siglo y atrás quedó mi recuerdo de aquella ciudad, siempre fascinante, pero que en esa época no pasaba de 500 mil habitantes, donde en el puente de Galata, aún se veían vestigios de esa sociedad rural, atrasada y ataviada tradicionalmente, que Attatürk había tratado de occidentalizar a marcha forzada.
En efecto, la revolución kemelista, iniciada en 1923, con la instauración de la República, recogió los despojos del otrora imponente Imperio Otomano, derrotado militar y diplomáticamente en 1918. Pero, contrariamente a las corrientes descolonizadoras actuales, Mustafá Kemal percibió que para vencer el atraso y la pobreza era preciso erradicar ciertos valores culturales y religiosos que obstaculizaban el paso hacia la modernidad. Desde 1925, se prohíbe el uso del fez y del turbante, las barbas estrafalarias, se adopta el calendario occidental, se imponen las cifras europeas y los caracteres árabes son reemplazados por el alfabeto latino. Más adelante, en la lengua turca se purga buena parte de las palabras de origen árabe y persa, se decreta el uso de pesos y medidas occidentales. Además, los apellidos se escriben en el orden europeo y se proscribe los títulos de origen religioso, administrativo o militar usados durante el Imperio. Se legisla el domingo como día de reposo. La reforma educacional deviene el pilar fundamental del nuevo Estado, y el analfabetismo desciende dramáticamente.
Naturalmente, baluartes conservadores, particularmente en el área rural, resisten los cambios, debiendo pasar varias décadas para llegar a la Turquía moderna. Hoy, el país que se apostrofaba el siglo XIX como el “hombre enfermo de Europa”, con su vigor económico, potencial militar y expansión comercial, puede compadecerse del estado de postración en que se encuentran varios países de la Unión Europea que se resisten a admitir a Turquía en su seno, bajo diversos pretextos.
Sin embargo, la implosión de la Unión Soviética y la crisis actual que sacude al mundo árabe han abierto paso a Turquía para convertirse en una potencia regional emergente, ocupando espacios en el Asia central turcófona como Azerbaiyán, Uzbekistán, Kazakstán, Kirguizistán y Turkmenistán. Por otra parte, su posición geográfica, estratégica en medio del torbellino de la región, la convierte en interlocutor incontenible, por cuanto tiene nueve fronteras con Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Irán, Irak, Siria, Chipre, Grecia y Bulgaria. Sin contar sus vecinos ribereños del Mar Negro: Rusia, Rumania y Bulgaria. En resumen, un territorio geopolíticamente imprescindible.
El liderazgo del actual primer ministro, Recep Erdogan, considerado el astro del universo musulmán, enfrenta varios asuntos pendientes, siendo el más sensible sus escaramuzas con Siria; la irresuelta cuestión de la minoría kurda; la rivalidad con Grecia, por el control de Chipre; el histórico diferendo por el denominado genocidio armeniano; y el recurrente rechazo al ingreso turco a la Unión Europea.
Mientras tanto, Estambul, con sus 15 millones de habitantes que se han establecido alrededor del estrecho de Bósforo, tanto en el costado europeo como en la riviera asiática, es tan europea como Berlín o París. Sus calles llenas de boutiques de lujo, los elegantes hoteles y restaurantes, sus monumentos históricos como la Aya Sofia, la mezquita azul o el palacio de Dolma bacha reciben anualmente 17 millones de turistas, que por las noches pueden tocar las estrellas desde las discotecas ubicadas en las elevadas azoteas de históricas torres, erigidas en 1453 para combatir a los invasores. Quizá, un día, el embrujo de Estambul cautive a los europeos y los convenza que los turcos, aunque musulmanes, no son tan asiáticos como parecen.