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Andar en bicicleta

Una democracia se mide por su capacidad para integrar o al menos soportar la disidencia.

/ 29 de octubre de 2012 / 07:40

Una democracia se mide por su capacidad para integrar o al menos soportar la disidencia, escribió Enric González en su blog hace casi dos años. Se refería a Israel, donde la exacerbación del nacionalismo frente a la sangrienta cuestión con Palestina supo llevar al racismo y la xenofobia. La reflexión de González sirve de pauta para establecer las proporciones (más anchas, más delgadas) de las democracias.

Al periodista y escritor español me ha obligado a volver el vicepresidente García Linera cuando dijo lo que dijo respecto a su pasatiempo favorito, un momento íntimo de adulto-adolescente que yo, con las disculpas del caso, me he tomado el atrevimiento de imaginar así: Un hombre de apariencia mayor, plácidamente abrigado por la calidez de sus pantuflas, teléfono en mano, encerrando con un circulito rojo, virtual, uno por uno, a los abusivos que se dedican a insultar al Presidente en internet.

Su falta de cultura de red me hizo recordar también otra iniciativa que, desde un ángulo diferente, se plasmó la semana pasada en un taller dictado por videoconferencia a invitación de la Red Boliviana de Periodismo Cultural, la Fundación Hivos y mARTadero. Cultura de red, en este caso, como espacio para promover la articulación cultural de Latinoamérica. Incultura de red, la del Vicepresidente poco interesado en respetar los principios implícitos de la red de redes, la internet.

Una de las razones de ser de las redes sociales es la tolerancia, o sea, el respeto y la aceptación de los demás con sus virtudes y defectos. Los genuinos tolerantes del ciberespacio respetan al otro, a la vez que rechazan los “contenidos no apropiados” que en distintos países han merecido incluso el bloqueo de cuentas por racismo o discriminación. La mejor disidencia está investida de respeto por el contrario, que no debería ser nunca un enemigo sino un rival de ideas en el marco de la consideración.

Si lo hubiera pensado bien, el señor de las pantuflas no habría adoptado una actitud de niño con rabieta. Le ha faltado sagacidad, cultura de red, a la hora de protestar contra los insolentes que hablan mal del Presidente. Dicen los expertos que no es aconsejable darles mayor importancia de la que tienen a los ociosos que, desprovistos de armas intelectuales, recurren al insulto y otras truculencias para expresar su disconformidad.

Para peor, los ofrecidos del Gobierno le secundaron yendo más allá. Se han manifestado a favor de crear una fórmula que permita regular las redes sociales, es decir, controlar las opiniones en internet. Da la casualidad que este mismo gobierno ha hecho varios ensayos tendientes a coartar las libertades; entre otros, con las leyes electoral, antirracismo y de telecomunicaciones. Volverá a intentarlo con la ley de medios, en un probable nuevo ataque a los principios de la Ley de imprenta.

Un senador del MAS ha dado un “estate quieto” al adulto que juega a marcar a los desafectos del Presidente: ha dicho en la radio, muy sabio él, que hay asuntos más importantes que resolver en el país.

Enric González, en su blog, para hablar de la disidencia en Israel, cuenta la historia de Jonathan Polak, que acabó en la cárcel por andar en bicicleta. En efecto, había participado en una bicicleteada contra el bloqueo de Gaza. “Iré a prisión con la cabeza bien alta”, dijo el joven al declararse culpable de ir en bicicleta por Tel Aviv.

Las democracias se abren paso con dificultad entre los senderos diseñados a la medida de las conveniencias de sus gobiernos. Que al de Evo Morales le convenga la libertad y deje a los bolivianos andar en bicicleta. Aunque sea, virtualmente.

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El adiós

Decir adiós, a gran escala o entre pocos, en la muerte y en la vida, siempre duele.

/ 18 de marzo de 2013 / 04:00

La muerte duele por el hecho objetivo del adiós y por el egoísmo —subjetivo— de tener que despedir a alguien sin nuestro consentimiento. Pues, ha llegado el doloroso momento de decir adiós. Para millones, de Hugo Chávez; cuesta despedir al líder carismático más importante de este joven siglo. Para mí, de La Razón, mi casa en los últimos ocho años. Desde luego que no hay punto de comparación entre una despedida multitudinaria y políticamente trascendente, y otra sin mayor alcance que el de una persona. Pero decir adiós, a gran escala o entre pocos, en la muerte y en la vida, siempre duele.

Comencemos por lo relevante. La muerte duele más allá de los hombres y sus acciones: “No hay muerto malo”, recordaba un amigo al venírsele a la mente esa verdad de hipocresía. Yo siempre he criticado el proceder de Chávez y no porque haya muerto voy a cambiar de opinión, aunque se enoje mi amigo. Eso no me inhibe de permitirme ser hidalgo y destacar, por ejemplo, su preocupación por los menos favorecidos con las injustas políticas que se han copiado unos países a otros en décadas pasadas.

Chávez, el personaje extravagante, el hábil comunicador avenido incluso a las nuevas tecnologías de la información, no se parecía en nada a esa gente: le faltó sencillez, amansar sus ínfulas de grandeza. Hombre al fin, no supo manejar la vanidad del ser humano débil, que ve cómo le plantan un monolito con su efigie en la plaza del pueblo. Populista, ególatra: único capaz de llevar adelante la revolución bolivariana. Por indispensable, por sus 14 años en el poder se había vuelto tan cabal, para él, la denominación de “caudillo”. Por eso y por su enorme carisma.

Sin dudas que su mayor aporte fue el haber sentado las bases de una probable soberanía política real, independiente de Estados Unidos; probable porque se llevó a la tumba una doble moral embalsamada, de la voz en cuello contra el imperio y de las manos llenas por el imperio… de los petrodólares. Un objetivo laudable: la integración regional, el sueño de Bolívar. Se valía de su amistad con mandatarios que, como Evo Morales, recibían gustosos sus ayudas económicas para repartirlas donde veían conveniente. La famosa chequera venezolana que nadie sabe si continuará girando papeles.

Íntimo de Fidel, el eterno, el que tuvo a Cuba sojuzgada por 50 años; una alianza dura que se sostuvo, también, por la generosidad del petróleo. Ahora corren apuestas sobre si el proyecto chavista puede subsistir sin su líder: el idilio con la doctrina del Socialismo Siglo XXI morirá si no pasa la prueba nunca superada del bienestar económico. No hay otra forma de que Chávez prolongue su vida ideológica.

Paso a mi despedida con adiós que, seguramente en menor proporción a lo que muchos de ustedes sienten por Chávez, duele también.

Pertenecí a la familia de La Razón ocho años y un cambio en las reglas del juego me obliga aceptarlas o partir. Me lo comunicaron el día de la publicación de mi artículo titulado: Deshonestos y desfachatados.

Disculpen esta apostilla personal, que por supuesto me ruboriza; debía hacerlo por varias razones. Por la formalidad de la despedida, por agradecimiento a los directores, jefes, editores, armadores y correctores que me han tolerado hasta ahora y que nunca me censuraron ni me pidieron que modificase una coma, pese a la incomodidad que yo sé que les causaban algunas de mis opiniones. Principalmente, escribo este adiós por respeto a ustedes, lectores hombres y mujeres que, si quieren, podrán seguir atisbando el mundo conmigo desde esta Dársena en otros periódicos, incluso uno de La Paz.

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Deshonestos y desfachatados

En sociedades moralmente íntegras, la palabra verbal tiene valor de compromiso firmado

/ 4 de marzo de 2013 / 07:04

Una cosa es la deshonestidad y otra, más indignante aún, la desfachatez. El deshonesto no siempre actúa con desfachatez; hay deshonestos que se comportan como tales y punto, sin necesidad de ahondar en deshonestidades. En cambio, los desfachatados son el colmo de la deshonestidad.

El deshonesto puede ser un inmoral y, sin embargo, aun habiendo caído en tal bajeza, tener posibilidades de que sus afectados lo perdonen; sobre el “deshonesto y ya” no pesa la agravante de la desfachatez. Contrariamente, al “deshonesto desfachatado” se le reducen las chances de ser absuelto de una pena moral. Desde luego que aquí no hay ningún descubrimiento extraordinario: cualquiera sabe que el desfachatado es un deshonesto al cuadrado, así como no resulta difícil entender que el deshonesto puede no ser cínico o desvergonzado.

Ahora bien, tanto la deshonestidad como la desfachatez suelen ser entidades personalísimas; es inaudito concebir que varias personas puedan incurrir en una misma (idéntica, en un mismo caso) deshonestidad y, todavía más, rematar con exacta desfachatez (insisto: en un caso específico). Salvo que sea gente necia, no pensante o, definitivamente servil, esa palabra que suena tan linda en su sinónima criolla: llunk’us.

Entremos al caso en cuestión. En sociedades moralmente íntegras, la palabra verbal tiene valor de compromiso firmado. Este parece no ser el caso de Bolivia, donde su primer hombre, el presidente Morales, que debería ser ejemplo de honestidad, puede renunciar a ir por la reelección, hacerlo pública y claramente (sin opción a relatividades: sus palabras de 2008 son inequívocas), pero nada de esto vale porque, según él y el sentido concurrente de varios ministros y legisladores, no se firmó ningún compromiso.

¿Qué tal? En Bolivia —lo han admitido indirectamente ellos: de sonora voz pastoril, Evo, y corderil el resto— la palabra hablada, la palabra empeñada, no vale nada: vale sólo cuando lleva la firma del hablante, se supone, en papel. Una deshonestidad absoluta. Pero si esto a ustedes, mujeres y hombres sensatos que leen estas líneas, les causa molestia, o pena, o vergüenza ajena, prepárense para escuchar lo que son capaces de expeler, a guisa de argumentos, los susodichos no pensantes por sí solos, casualmente deshonestos en grupo. Luego, juzguen si se trata (o no) de una expresión de obediencia al mandato vicepresidencial de “centralismo democrático”, de pensamiento único; de un libreto, en suma, que yo irónicamente me animaría a titular: “La indisciplina de discrepar”.

Ellos son los desfachatados, los doblemente deshonestos porque, pese a escuchar el compromiso público que hizo Morales en 2008, tienen el atrevimiento de negarlo; y, no conformes con eso, se inventan argumentos falaces para justificar lo injustificable. Una obscenidad, un insulto a la inteligencia y una bofetada a la honestidad de los bolivianos.

Para estos excelsos cultores del servilismo, penosamente indignos porque no tienen la personalidad ni las agallas no digo de refutar, al menos de quedarse callados frente al extravío del jefe, la palabra de honor no existe, carece de valor. De pronto, quieren desenterrar al extinto memorial, salen a buscar al solemne notario de fe pública y compran con agilidad de burócrata el indispensable papel sellado para que, “en ley”, la palabra sirva, valga y no se la lleve el viento cuando el Presidente la suelte de su boca.

Una cosa es la deshonestidad y otra, más indignante, la desfachatez. Hay deshonestos que se comportan como tales y ya, sin necesidad de ahondar en deshonestidades. Los desfachatados, lo firmo y lo reafirmo, por si acaso, son el colmo de la deshonestidad.

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Chávez, fundamental

Todos acabaremos en exacta miseria. Ninguno, a la postre, valdrá más que el resto.

/ 7 de enero de 2013 / 04:00

Mientras las mamás del gabinete ponen el pecho por sus guaguas ante el malo de la película y las huestes del Socialismo del Siglo XXI lloran a Chávez en escalofriante idolatría —y está bien, tratándose de un descendiente directo de María Santísima— continúa el rodaje de la cinta protagonizada por Sean Penn y Jacob Ostreicher, en un insólito espectáculo de Bolivia para el mundo que antes de estrenarse ya voltea taquillas. Para mayor desmadre, la superproducción coincide con el ‘séptimo arte’ (léase año) de gestión de Evo, director del filme que no tiene título y, si me permiten, yo propongo: Sálvese quien pueda.

Respeto mucho la quebradiza vida humana como para equipararla con los litigiosos milagros de un santo o las integridades extraordinarias de una virgen.

Por lo demás, todos acabaremos en exacta miseria: así seamos enterrados en un cajón forrado de seda o en una desvencijada caja de manzanas, así hayamos sido uno de los mejores presidentes de la historia o el más pintado de los linyeras. Ninguno, a la postre, valdrá más que el resto.

A criterio de Camus, hay un solo problema fundamental para la filosofía: juzgar si vale o no la pena vivir la vida. Lo cree en el marco de su análisis de la cuestión del suicidio. Pero no vamos a filosofar sobre la vida cuando un ícono de la política, como es Chávez, está muriendo. Menos desde la perspectiva atea del pensador argelino, y menos aún cuando el presidente Morales tiene la cabeza puesta en los crucigramas que, en formato solicitada, le plantean señoras abrumadas por el cargo de sus hijas en tiempos de deterioro moral.

Dejando a Camus en paz (por último si se fue él, qué más da para todos nosotros: presidentes y linyeras), lo importante acá es determinar la real valía del Presidente agonizante, para lo cual es necesario despojarse de la hipocresía del que despide a un ser querido con puras bondades, para alabanza y gloria de su nombre. ¡Cuánta razón tenía aquel que se mofaba de los que aún creen de dudoso gusto hablar mal de los muertos!

El pontificado de Chávez ha ingresado a su etapa definitiva y los adeptos más intelectuales del chavismo reconocen como fundamento de su legado la valentía de este mandatario (algo inédito en la región) frente al inexpugnable imperialismo norteamericano. En otras palabras, su arrojo, sazonado (esto no lo admiten sus seguidores) por la incontinencia del dilapidador de palabras en aras de la construcción de un liderazgo populista a costa de la subyugación intelectual de grandes mayorías.

La destemplanza ha sido, también, un rasgo de los gobiernos de Chávez y lo que más atrajo públicos rebeldes, hastiados del sometimiento a un país extranjero. Lastimosamente, esos transgresores están fascinados por la presencia incandescente de su líder mesiánico y por eso les cuesta ver que el discurso contra hegemónico persigue la intención de establecer una contra ideología intolerante, cuasi religiosa, ciega. ¿Es buena una contra hegemonía si el objetivo es crear otra hegemonía?

Con simpleza criticamos al fundamentalismo lejano, pero nos cuesta reconocer el fanatismo en nuestras narices. La (im)postura del cacique político es otra particularidad del que pretenda ser dios de multitudes hacia estos tiempos de búsqueda —por necesidad, por insatisfacción, por inseguridad, por escasez— de héroes mortales.

Tan mortales somos —héroes y villanos, poderosos y arruinados, ricos y pobres— que la misma enfermedad nos tiene a maltraer y amenaza con matarnos a todos. Si la vida merece ser vivida, es problema fundamental. No me alegra que los indestructibles —humildes y bravucones— también sucumban.

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¿Cuál es tu centro?

La Navidad es una oportunidad para  soñar juntos un mundo con menos pesadillas

/ 24 de diciembre de 2012 / 04:31

Cuando el país hoy parece más perdido que nunca en los insondables laberintos de la política, y luego de dejar atrás los mensajes bradburianos del Canciller y sus amigos —lógicamente marcianos y jupitenienses—, no conviene hacerse al Papá Noel en tiempos de Navidad. Queda grotesco, casi tanto como sorprender al verdadero Santa en incursiones comerciales de mitad de año. Noche de paz, noche de amor. Din-don-dan, din-don-dan.

A riesgo de simularlo —aunque lo veo difícil con doscientos kilos menos—, pienso en voz alta: ¿habrá en el mundo algo más profundo, hoy, 24 de diciembre, que un niño de tres años apuntando con el dedo al viejo de la barba blanca y la panza ensanchada por el cine, antes de preguntarse concienzudamente: “¿Se ha sacado su gorro de Papá Noel?”. Nadie podría imaginar que ese viejo nos provocará a todos con una contra pregunta: “¿Cuál es tu centro?”. Y más adelante: “¿Dejas de creer en la luna cuando sale el sol?”.

No se refiere al sol de la isla donde hubo fiesta por el solsticio de verano, sin fin del mundo pero con vivificante éxito gracias a los buenos oficios del emprendedor Canciller. En rigor, lo de la luna y el sol se debe a la magia de la Navidad que hoy, como no podía ser de otra manera, recibe una ayudita de la tecnología; en el caso en cuestión, la película El origen de los guardianes, del gigante de la cinematografía DreamWorks.

Eso, en Estados Unidos; y a propósito de cine, algo más aquí, en Sucre, un puñado de luces, como el viejo de la barriga, nos enseñan el camino en medio de la oscuridad. Son los jóvenes de La Linterna, el club de cinéfilos que en coproducción con el Teatro La Cueva primero nos vendan los ojos y después actúan de lazarillos para tomarnos de la mano y llevarnos por unas escaleras al cielo.

En el ‘cine ciego’, al igual que en el de la ‘gran pantalla’ a ojos abiertos, imaginamos; pero aguzamos los sentidos que la vista anula por comodidad. Y entonces, vivimos a pleno el relato que ingresa por los oídos y por las narices —de entrada nos aborda el tufillo de la cocina—, se nos eriza la piel con el ambiente frío de Redención Pampa o la inyección que le colocan al protagonista, en nuestra piel, y más tarde nos mojamos las manos y palpamos unas piedras, todo, por inducción de nuestros lazarillos.

Entretanto, en El origen de los guardianes, decenas de lenguas resultan inútiles a la hora de entender el lenguaje universal de Norte (Santa Claus, el viejo) y sus duendes, elfos y yetis navideños. Ni qué decir con las palabras de arena de Sandy (o Sandman), hacedor de ideas en silencio, mudo repartidor de sueños. O con el hada de los dientes, una especie de Ratón Pérez que no necesita explicarse mucho más allá de su presencia voladora. Así mismo se dejan entender, del lado de los buenos, el conejo de Pascua y de los malos, uno solo, el resentido Sombra (o Pitch), tratando de convertir los sueños en pesadillas.

“Te pido que confíes en mí, vas a estar veinte minutos con los ojos cerrados”, me había dicho mi lazarillo. Más que cerrados, pensaba yo al poco rato, apagados: sin ojos. En veinte minutos, cambió mi percepción: salí del cine ciego sabiendo que el antifaz no había hecho más que incentivarme a ver sin ver.

La Navidad, además de la moderna invitación a comprar regalos y a atragantarnos con la comida más suculenta del mercado, es una gran oportunidad para cerrar los ojos, tomarnos de las manos y soñar juntos un mundo con menos pesadillas. Para volver a ser un poco niños, en definitiva, para vivir emociones mágicas. ¿Cuál es tu centro? ¿Dejas de creer en la luna cuando sale el sol?

Es periodista y escritor.

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Bolizuela

Ni a los líderes caris-máticos ni a las masas les interesan la trans-parencia y los controles independientes

/ 15 de octubre de 2012 / 04:00

El término, por si acaso, no es invento mío. Alguien en alguna web venezolana lo acuñó en 2008 para exponer una semejanza dada, según el autor aventajado, entre Bolivia y Venezuela en un tiempo preciso y sobre un tema en particular: la violencia contra periodistas. Yo seré más obvio al referir con tan simpática combinación de sílabas a la analogía de los presidentes Evo Morales (Boli) y Hugo Chávez (zuela).

Bolivia festeja 30 años sostenidos de democracia y conviene chequear la salud de esta joven que amenaza con madurar a fuerza de experiencias. Venezuela acaba de demostrar cuán robustecida se encuentra, pese a la terrible enfermedad de su re-re-reelecto presidente. No hace falta una agudeza clínica para distinguir las similitudes políticas de un país y otro. Sí, quizá, para diferenciar entre el admirable ejercicio democrático de sus pueblos y las actitudes en contracorriente de sus mandatarios.

Los pueblos de Bolivia y Venezuela, democráticamente hablando, presentan un desarrollo vigoroso, con sistemas de gobierno refrendados una y otra vez en las urnas. Sus mandatarios, un retroceso cancerígeno, azuzado por medidas pertinaces que, todavía respaldadas con el voto ciudadano, les hace chapotear en las márgenes de la autocracia; es decir, jugar a mojarse al borde de una democracia con muerte segura.

Antes de que Bolivia se convirtiera en Bolizuela, cuando Chávez no influía en las decisiones de nadie, sobraban motivos para creer que la República (eso era) seguiría mucho tiempo dominada por el espíritu democrático que debemos a mujeres y hombres reconocidos como mártires. Es posible que la realidad de la mayoría de los bolivianos fuese entonces más o menos desesperante que ahora, pero no se vislumbraban riesgos para la democracia por irreflexión de caudillo alguno.

En Bolizuela se practica la democracia de los “líderes carismáticos”, como les llama Peter Drucker a los mandatarios de la clase de Morales y Chávez. “¡Cuidado con el carisma!”, escribe él en The New Realities (1989) antes de citar a los cuatro “gigantescos líderes carismáticos” del siglo pasado: Stalin, Mussolini, Hitler y Mao. Sería de necios comparar ciegamente a unos con otros; está claro que estos cuatro se ubican a una distancia apreciable de aquellos dos. Sólo se trata de carisma.

El problema de los líderes carismáticos es que necesitan imperiosamente de las masas y éstas, como decía Gustave Le Bon, de su “jefe”, de su “dueño y señor” para sobrevivir. “La multitud es un dócil rebaño incapaz de vivir sin amo”, decía por su parte Freud. Por eso, hoy, estos líderes se vuelcan fácilmente al populismo, por eso prefieren el resultado inmediato de la política del rentismo antes que la apuesta a largo plazo de una matriz productiva integradora de los sectores público y privado.

Ahora bien, ni a los líderes carismáticos ni a las masas les interesan la transparencia y los controles independientes. Varios autores coinciden en esto y en que el poder hegemónico es sinónimo de corrupción, característica inherente de los gobiernos que se perpetúan en el mando. En Bolizuela, nada importa más que el poder hegemónico (“Ojalá desde diciembre… podamos tener realmente el poder… que el poder lo tenga el pueblo significa que tengamos el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial”: Evo Morales, EFE, 18/05/2009).

Con dueños y señores, las democracias continúan la tradición de los regímenes autoritarios. No lo digo yo, por si acaso, sino autores aventajados. Los líderes carismáticos del siglo XXI —esto sí lo digo yo— con su incontinencia verbal, piden a gritos un pañal en la boca.

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