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La realidad como la conocemos

La imaginación co-lectiva no pertenece a construcciones de la razón, sino a una serie de representaciones

/ 4 de noviembre de 2012 / 05:58

Sin duda que ya lo dije antes, pero lo volveré a decir: uno de mis deseos es ponerle fin a esta columna, al menos en su actual encarnación. Cada tantas semanas tengo que conjurar un tema que aparente ser de actualidad, aun si lo que realmente quisiera hacer es volver a leer la obra de Píndaro y escribir (con bastante retraso) una reseña de sus poemas. En otras palabras, me gustaría hablar de libros que quizá se hayan olvidado, pero que pienso que sería “de actualidad” volver a leerlos. Podrían ser libros de hace siglos, aunque también me gustaría tratar obras contemporáneas que me he tardado en leer.

Después de todo, no siempre se puede estar al día.

Hace poco leí L’Imaginaire, de Jean Jacques Wunenburger, libro publicado en Francia en 2003 que explora la idea de la imaginación individual y colectiva. Es difícil decir lo que la imaginación colectiva es, pero, con base en este libro, podemos al menos tratar de bosquejar una posible teoría. La imaginación colectiva no pertenece a construcciones de la razón, como la lógica, las matemáticas o las ciencias naturales, sino más bien a una serie de representaciones “imaginarias” que pueden oscilar entre los mitos antiguos y las ideas contemporáneas que circulan en cada cultura, y a las cuales todos nos ajustamos, aun si son fantásticas, erróneas o indemostrables científicamente.

Si hemos de hablar de una imaginación colectiva para los mitos, sin duda que el Ulises de James Joyce es un ejemplo que domina nuestra forma de pensar. Luego, están esas visiones sagradas, los discursos que se filtran a nuestra experiencia individual: es bajo esta lógica que Pinocho se nos vuelve más real que, por decir, el príncipe Klemens von Metternich de Austria u otros titanes de la historia. Y en nuestra experiencia cotidiana es posible que, preferiblemente, sigamos las lecciones de la vida ficticia de Pinocho que de la vida real de Charles Darwin. En alguna parte de nuestra imaginación colectiva están los personajes de Lemuel Gulliver y Ema Bovary. Está el joven Werther, cuyo suicidio ficticio supuestamente inspiró a muchos jóvenes lectores a quitarse la propia vida. Sin embargo, según Wunenburger, también existe una imaginación gnóstica, alquímica u oculta. Hay “discursos” que moldean y dirigen nuestra forma de vivir, aun cuando no se los puede sustentar racionalmente.

La parte más interesante de este libro es el intento por explicar la construcción fundamental de la imaginación colectiva televisual. La televisión nos fascina con sus imágenes del mundo, algunas de las cuales son, presumiblemente, reales, como por ejemplo las coberturas informativas. Podremos reconocer otras imágenes como ficticias, pero de todas formas las recibimos en nuestros mundos individuales. Hay cierta religiosidad en ello: Wunenburger escribe sobre un tipo de representación que experimentamos como una manifestación desacralizada de lo sagrado, en la cual “ya no es necesario creer en la presencia de lo que está más allá de la representación, debido a que la representación en sí misma es ya un simulacro de la presencia”. En otras palabras (y esta es mi interpretación), ¿hasta dónde saben los telespectadores que el pietaje del colapso de las torres gemelas es más real que la vista de un tsunami cósmico en una película sobre desastres?

“Mientras que la función de la imagen religiosa consiste en establecer contacto con un dios ausente, la imagen televisual se establece como una manifestación primordial”, escribe Wunenburger. Los héroes de la televisión y sus hazañas se transforman en una especie de mundo común dentro de la imaginación colectiva. Hay que recordar que hace cuatro años, un estudio reveló que un quinto de los adolescentes británicos creía que Winston Churchill era un personaje ficticio, y más de la mitad pensaba que Sherlock Holmes era una figura histórica real. O, para analizar el problema desde un ángulo totalmente secundario, se puede considerar esto: hubo una época en la que los sacerdotes italianos se negaban a bautizar a cualquiera al que no le pusieran el nombre de un santo del calendario. Si a una hija se le ponía Liberta, o Lenino a un hijo, como sucedía en la región de Romaña, había que prescindir del bautizo.

Ya van décadas en las que hemos visto niñas a las que les ponen nombres como Jessica o Gessica, Samantha o Samanta, Rebecca o, incluso, Sue Ellen (nombre que he visto destrozado como “Sciuellen”). Esto no tiene nada qué ver con ponerle a los hijos nombres refinados (Selvaggia, Azzurra, Oceano), algo típico de los aristócratas, esnobs y acomodados. La clase media nunca se atrevería a adoptar nombres tan excepcionales. Jessica, Sue Ellen y Samantha, por otra parte, son nombres “reales”, sugeridos por la imaginación colectiva televisual. Son más reales que los nombres de los santos, que hoy parecen tan distantes de nosotros; son los nombres de los mitos que componen a la imaginación colectiva.

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Baile en torno a la muerte

Sea cual fuere la causa, hoy en día hemos perdido la capacidad de aceptar la muerte

/ 13 de enero de 2013 / 04:55

Magazine Littéraire, una revista mensual francesa, consagró su número de octubre a un solo tema: Cómo trata la literatura el tópico de la muerte. La leí con interés pero a fin de cuentas resulté decepcionado. Algunos de los artículos quizá hayan tocado ideas con las que todavía no estaba familiarizado, pero al final simplemente reiteraban un argumento bien conocido: que, además de abordar la idea del amor, la literatura siempre ha manejado el concepto de la muerte.

Los artículos señalaban la presencia de la muerte tanto en la narrativa del siglo pasado como en la literatura gótica preromántica, pero también hubieran podido mencionar la mitología griega —quizá la muerte de Héctor y el duelo de Andrómaca—  o los sufrimientos de los mártires en muchos textos medievales. Por no hablar del hecho de que la historia de la filosofía empieza con la premisa del más fundamental de los silogismos: “Todos los hombres son mortales”.

Quizá el problema esté arraigado en el hecho de que ahora se leen menos libros que en generaciones pasadas. Pero, sea cual fuere la causa, hemos perdido la capacidad de aceptar la muerte. La religión, la mitología y los rituales antiguos hacían a la muerte, si no menos temible, al menos sí más familiar para nosotros. A través de las celebraciones fúnebres, los gemidos de los dolientes y la gran misa de réquiem, nos íbamos acostumbrando a la muerte. Nos preparaban para ella con sermones sobre el infierno, e incluso de niño me alentaban a leer porciones del Compañero de la Juventud, que abordaba el tema de la muerte.

Ese texto, un manual de oraciones editado en el siglo XIX por el sacerdote Don Bosco, era un recordatorio de que no sabíamos dónde ni cómo iba a venir la muerte por nosotros: en nuestra cama, en el trabajo, en la calle, con un aneurisma roto, una fiebre, un terremoto o algo por completo diferente. En ese momento sentiremos que se nos nubla la cabeza, nos dolerán los ojos, tendremos la lengua reseca, la mandíbula caída, el pecho pesado, la sangre congelada, la carne consumida, el corazón atravesado. De ahí la necesidad de practicar lo que Don Bosco llamaba el ejercicio para una muerte feliz: “Cuando los pies inmóviles me digan que está por cesar mi carrera en esta vida… Cuando las manos, temblorosas y embotadas ya no puedan aferrarse a ti, oh, mi buen Crucifijo, y a pesar de mí mismo te deje caer en el lecho de mi agonía… Cuando tenga la vista turbia y consternada por el horror de la muerte inminente… Cuando las pálidas y cenicientas mejillas causen compasión y terror a los espectadores, y el pelo, húmedo y erizado con el sudor de la muerte anuncie la proximidad de mi fin… Cuando la imaginación, agitada por los horrendos y terribles fantasmas se hunda en desdichas mortales… Cuando haya perdido el uso de todos los sentidos… Jesús misericordioso, apiádate de mí.”

Esto es sadismo puro, podríamos decir. Pero, ¿qué les enseñamos a nuestros contemporáneos hoy en día? Que la muerte ocurre lejos de nosotros en los hospitales, que los dolientes no tienen necesariamente que acompañar al ataúd al cementerio, que ya no vemos a la muerte. O, más bien, que la vemos continuamente: personas golpeadas, baleadas o despedazadas en explosiones; hundidas en el fondo del río con los pies envueltos en concreto; tiradas sin vida en la acera, con la cabeza rodando en la cuneta. Pero esos no son ni prójimos ni queridos: son actores.

La muerte es un espectáculo; por supuesto en el cine y la televisión, pero también en la vida real. Devoramos las noticias de los medios sobre la muchacha que fue violada y asesinada, o sobre las víctimas de un asesino serial. No vemos los cuerpos torturados, pues eso nos recordaría a la muerte en sí. Más bien vemos a los amigos llorosos que llevan flores a la escena del crimen u organizan una vigilia a la luz de las velas. O, mucho más sádico, vemos a los reporteros que tocan a la puerta de una madre en duelo para preguntarle qué sintió al enterarse del asesinato de su hija. La muerte en sí se muestra sólo de manera indirecta, a través del dolor de los amigos y los padres, lo que nos afecta menos visceralmente.

La muerte ha desaparecido en gran medida de nuestro horizonte de experiencia inmediato. El resultado es que habrá más gente aterrada cuando llegue el momento de enfrentarse al evento que ha sido nuestro destino desde el nacimiento. Un destino que los hombres sabios dedican toda su vida a aceptar.

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¿Acaso no tenemos vergüenza?

/ 26 de agosto de 2012 / 06:27

Durante una reciente serie de sucesos en Boloña, organizada por el diario italiano La Repubblica, casualmente sostuve una conversación acerca del concepto de la reputación. Hubo un tiempo en que las reputaciones sólo podían ser buenas o malas, y cuando la reputación de una persona quedaba arruinada (debido a una bancarrota, por ejemplo, o por el rumor de que su esposa le estaba siendo infiel) podía llegar al extremo de suicidarse o cometer un crimen de pasión. Naturalmente, todos aspiraban a tener una buena reputación.

Desde hace un tiempo, sin embargo, el énfasis en la reputación ha cedido su lugar a un énfasis en la notoriedad. Lo que importa es ser “reconocido” por los compañeros. No reconocido en el sentido de estima o de premios, sino en el sentido más banal de que, cuando uno es visto en la calle, pueden decir “¡Miren, es él!”. La clave radica en ser visto por mucha gente, y la mejor forma de hacer eso es aparecer en televisión. No es necesario ser un ganador del Premio Nobel o un primer ministro; todo lo que uno tiene que hacer es confesar en un programa de TV que su compañera lo ha traicionado.

En Italia, cuando menos, los primeros héroes de este género fueron esos idiotas que acostumbraban colocarse detrás del entrevistado y saludaban a las cámaras. Esto quizá los haya ayudado a ser reconocidos la noche siguiente en un bar (“¡Te vi en la televisión!”), pero tal fama no duraba mucho. De forma que gradualmente fue aceptado que, para poder hacer apariciones frecuentes y prominentes, era necesario hacer cosas que, en épocas pasadas, hubieran arruinado la reputación de una persona. No es que la gente no aspire ya a tener una buena reputación, sino que es bastante difícil adquirirla; una persona tendría que realizar un acto de heroísmo, ganar algún premio literario importante o dedicar toda su vida a cuidar de leprosos. Cosas así no están al alcance de la mayoría de la gente. Es más fácil convertirse en un sujeto de interés popular (especialmente de la variedad más mórbida) mediante el recurso de acostarse con una celebridad o ser acusado de un fraude.

No estoy bromeando. Como prueba, observe al aire orgulloso del extorsionador o del bribón barato de barrio que aparece en la televisión después de ser aprehendido. Esos momentos de exposición y notoriedad bien valen un poco de tiempo en la cárcel, y es por eso que el bribón casi siempre está sonriendo. Han pasado décadas desde el tiempo en que la vida de una persona quedaba arruinada porque era exhibida sujeta por unas esposas.

Éste es el tipo de cosas de las que hablamos en el evento de La Reppublica, respecto de la reputación. Justo al día siguiente, di con un largo artículo en la prensa intitulado Pérdida de la vergüenza. Al parecer la pérdida de la vergüenza está presente en diversas reflexiones sobre las costumbres modernas. Este deseo frenético de ser visto, y de obtener notoriedad al precio que sea, incluso si significa hacer algo que antes era considerado vergonzoso, ¿brota de la pérdida de la vergüenza, o es lo opuesto? ¿Se ha perdido nuestro sentido de la vergüenza porque actualmente es más importante ser visto, aunque eso signifique caer en desgracia? Me inclino hacia la segunda hipótesis. Es tanto el valor que se da a ser visto y convertirse en tema de conversación, que la gente está dispuesta a abandonar lo que antes era llamado decencia (no digamos ya la protección de la propia privacidad).

El autor de Pérdida de la vergüenza también menciona otra señal de desvergüenza. Muchas personas hablan en voz alta por sus teléfonos celulares en el tren, informando a todos de sus asuntos privados, el tipo de información que antes se susurraba, no se trasmitía. No es que la gente no se dé cuenta de que otros pueden escucharlos, lo que los haría simplemente gente sin educación, sino que inconscientemente quieren ser oídos, incluso si sus asuntos privados son bastante insignificantes. Pero, qué vamos a hacer: no todo el mundo puede tener asuntos privados importantes, así que quizá es suficiente con ser visto y oído, He leído que algún movimiento eclesiástico está promoviendo un retorno a la confesión pública. Tienen cierta razón: ¿qué tiene de divertido revelar tu vergüenza a un solo confesor cuando se puede estar hablando a las masas?

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La virginiana y la iraní

Los humanos somos animales muy raros, capaces de mucho amor y de un cinismo aterrador

/ 17 de junio de 2012 / 05:14

Teresa Lewis fue ejecutada en septiembre de 2012 en Virginia con una inyección letal; nadie será castigado por su asesinato porque había sido condenada a muerte legalmente. Había planeado el asesinato de su esposo e hijo adoptivo —lo que, por supuesto, era ilegal— y los que la mataron, consecuentemente, actuaron con la bendición de las autoridades.

Tal vez deberíamos reformular el sexto mandamiento para que diga: “No matarás sin permiso”. Después de todo, durante siglos hemos venerado las banderas de soldados que, estando en guerra, tienen permiso para matar, como James Bond. Meses después, el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad respondió a los exhortos occidentales de clemencia para una supuesta adúltera sentenciada a morir lapidada —el castigo ha sido rechazado, pero las autoridades afirman que sigue siendo una posibilidad— diciendo, en esencia: ¿Se quejan porque queremos matar legalmente a una mujer iraní cuando matan legalmente a una estadounidense?

Una objeción para la lógica de Ahmadineyad es que la estadounidense orquestó el asesinato de su esposo, mientras la iraní, Sakineh Mohammadi Ashtiani, sólo fue infiel. Y la estadounidense murió sin dolor, mientras la iraní corre el riesgo de morir de forma brutalmente dolorosa. Pero una respuesta de este tipo implica dos cosas: que mientras una adúltera no debería ser castigada con más que una separación legal, sin derecho a pensión, es aceptable castigar a asesinos con la pena capital siempre y cuando el método de ejecución no sea muy doloroso.

Si nuestro juicio no estuviera tan nublado, tal vez veríamos el punto más general: que ni siquiera los asesinos deben ser sentenciados a muerte, que las sociedades no deberían matar a sus ciudadanos, ni siquiera luego de un debido proceso, ni siquiera si la ejecución es relativamente indolora. ¿Cómo responderían los ciudadanos de los países democráticos al líder de un país más bien antidemocrático cuando nos pide que no critiquemos la pena capital de Irán, dado que algunas naciones occidentales todavía tienen crueles castigos mortales?

La situación es más bien rara, y me gustaría saber si estos occidentales (en cuyas filas figura la ex primera dama de Francia Carla Bruni-Sarkozy) que protestan contra la pena de muerte en Irán también han protestado contra la de Estados Unidos. Sospecho que la mayoría no. Los occidentales se han desensibilizado con el alto número de ejecuciones legales en Estados Unidos. No obstante, nos horroriza la idea de que una mujer muera en Irán masacrada por una lluvia de piedras.

Ciertamente, no soy inmune a esto: cuando me enviaron una solicitud para que me manifestara contra la lapidación de Ashtiani, la firmé inmediatamente. Al mismo tiempo, pasé por alto el hecho de que la virginiana Teresa Lewis había sido sacrificada. ¿Nosotros, los occidentales, hubiéramos protestado con la misma intensidad si Ashtiani hubiera sido condenada a morir por inyección letal? ¿Nos indigna la lapidación o la ejecución de infractores del séptimo mandamiento (“No cometerás adulterio”) en lugar del sexto? No estoy seguro, pero el hecho es que las reacciones humanas muchas veces son instintivas e irracionales.

En agosto de 2011 encontré una página de internet que describía varias formas de cocinar un gato. Sin importar si era broma o en serio, los defensores de los derechos de los animales elevaron la voz en todo el mundo. Adoro a los gatos. Son de las pocas criaturas que no se dejan ser explotadas por sus dueños (al contrario, los explotan con cinismo olímpico) y su afecto por la casa prefigura una forma de patriotismo. Entonces, me repugnaría que me dieran un plato de estofado de gato. Por otra parte, los conejos me parecen igual de lindos que los gatos, y aún así me los como sin ningún escrúpulo.

Me escandaliza ver perros pasear libremente en sus casas chinas, jugando con los niños, cuando todo mundo sabe que serán comidos a fin de año. Pero los cerdos (animales altamente inteligentes, según me dicen) vagan en las granjas occidentales, y a pocos les preocupa el hecho que su destino sea convertirse en jamón. ¿Qué nos inspira a considerar incomibles ciertos animales cuando los antropomorfizamos mientras otras criaturas adorables (terneros, por ejemplo, o corderitos) nos parecen eminentemente apetitosas?

Los humanos somos animales muy raros, capaces de mucho amor y de cinismo aterrador, igual de dispuestos a proteger un pez de color que a hervir una langosta viva, aplastar un ciempiés sin remordimientos y tildar de bárbaro al que mata una mariposa. Similarmente, aplicamos una doble moral cuando enfrentamos dos sentencias capitales, nos escandalizamos con una y nos hacemos de la vista gorda con otra. Algunas veces me siento tentado a coincidir con el escritor rumano Emil Mihai Cioran, quien afirmó que la creación, una vez que escapó de las manos de Dios, debe haber quedado a cargo de un demiurgo: un chapucero torpe, incluso tal vez un poco ebrio, que se puso a trabajar teniendo en mente algunas ideas bastante confusas.

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