Icono del sitio La Razón

La desvalorización del voto

En las condiciones democráticas actuales, quiérase o no, el voto es el único instrumento del cual disponen pobres y ricos para poder influir en la toma de decisiones políticas al nivel del Estado. Esto lo han reconocido desde estudiosos “conservadores”, hasta estudiosos “radicales”; es más, siguiendo a un viejo pensador de la democracia, para ambos bandos, el voto sería nomás la “expresión democrática de la lucha de clases”.

En ese sentido, las pasadas elecciones mexicanas y venezolanas dieron cuenta de un fenómeno bastante curioso, al nivel de la opinión pública, relacionado con la valoración del voto. Resulta que para los “perdedores”, políticos y sus simpatizantes, las victorias de Enrique Peña Nieto y Hugo Chávez fueron la hechura de las masas subordinadas y de los pobres sin educación, poseedores de una limitada capacidad comprensiva de la política.

Pero lo más curioso de ese hecho fue que la desvalorización del voto de la mayoría provino de dos frentes opuestos y contradictorios, pues Enrique Peña Nieto (38%) representó y representa a las clases dominantes que ni siquiera muestran empacho en expresar su desprecio hacia el pueblo, y, por encima de diversas animadversiones, Hugo Chávez (54%) representó y representa todo lo contrario, al enarbolar precisamente los intereses del pueblo en contra de las clases dominantes. Es decir, tanto los grupos con tendencias conservadoras, como en el caso venezolano, como los grupos con tendencias radicales, como en el caso mexicano, expresarían un bajo nivel de tolerancia a la derrota, o lo que en términos de los estudiosos anglosajones se ha venido a llamar: consentimiento del perdedor (Loser’s Consent).

Tal fenómeno supone, en primer lugar, una defectuosa asimilación de la democracia como un juego de ganadores y perdedores, que lejos de toda pretensión neodemocratizante es el principio fundamental de toda democracia electoral en vigencia. En segundo lugar, la desvalorización del voto de la mayoría supone un asalto al carácter reflexivo del voto, pues el voto por Peña y Chávez fue considerado por los perdedores como un voto acrítico, irracional y sustentando en tendencias caudillistas y clientelares; mientras que el voto por opciones contrarias se reclamó a sí mismo como un voto consciente, patriótico, racional y, he aquí la expresión de moda, “a favor del cambio”.

Lastimosamente el fenómeno de la desvalorización del voto da razón a quienes argumentan que la cultura política democrática en la región se encuentra lejos de estar consolidada. Pero antes que dar razón a esta visión, es menester darle su lugar a la ciencia y la sociología política, las cuales le han debido su desarrollo a lo largo de casi ya un siglo precisamente al interés por desentrañar las razones del voto. Ellas han establecido justamente que el voto provendría de procesos reflexivos por parte de los votantes, y entonces los ciudadanos tendrían siempre buenas razones para votar por una determinada opción política.

Por tanto, desvalorizar el voto es tanto como eliminar la capacidad reflexiva de los votantes que no concuerdan con nuestras ideas; es tanto como reducirlos a seres no pensantes. Esto mismo ocurriría desde el punto de vista de un tercero, para quien el voto mayoritario de venezolanos y mexicanos sería puesto en el mismo saco, considerando que unos votaron por la continuidad de un gobierno al que muchos se resisten; y los otros, por el retorno a un pasado igualmente resistido. Pero en esa desvalorización incurre la opinión popular y algunos analistas, que no es el oficio del estudioso quien debe buscar las razones del voto más allá de calificar a los votantes como tontos.