Atrapados en la blasfemia
El debate sobre la tolerancia religiosa, la blasfemia y la libertad de expresión ha dejado de ser posible
No deja de ser una casualidad, pero es revelador que la película La vida de Brian, una sátira sumamente irreverente sobre la vida de Jesús, dirigida por Terry Jones, se estrenara en 1979, exactamente el mismo año en el que el Ayatollah Jomeini tomaba el poder en Irán y ponía en marcha una teocracia islámica. Los caminos recorridos en estos 34 años no pueden ser más marcadamente diferentes, pues mientras que Terry Jones fue acusado de blasfemo y fuertemente criticado por herir la sensibilidad de millones de cristianos, pero pudo proseguir su carrera artística con éxito y sin temor, Salman Rushdie recibió una condena a muerte del mismo Jomeini por su libro Los versos satánicos (1988), obligándole a vivir recluido y protegido el resto de su vida.
La sima se abrió aún más con el asesinato del cineasta holandés, Theo Van Gogh (2004), por su película Sumisión; las viñetas danesas, publicadas por el Jyllands Posten (2006); los incidentes en torno a la quema del Corán protagonizados por el Pastor Terry Jones (2011), curiosamente, homónimo del director de Monthy Python; y la violencia generada el 11 de septiembre en torno a la película Inocencia de los musulmanes.
La muerte del embajador Stevens y otros tres diplomáticos estadounidenses, junto con los incidentes a los que asistimos en otras partes del mundo, demuestran que el debate sobre la tolerancia religiosa, la blasfemia y la libertad de expresión ha dejado de ser posible, ya que se ha convertido en un elemento más en una estrategia de confrontación compartida por los extremistas a ambos lados.
Para los que se han marcado como objetivo demostrar la naturaleza violenta y fanática del Islam, las reacciones que vemos en el mundo musulmán no sólo son una confirmación de sus tesis, sino un acicate para seguir por una senda de conflicto que se está demostrando increíblemente fácil y enormemente fructífera. Por su parte, para muchos en el mundo árabe y musulmán, estos hechos tienden a confirmar que Occidente utiliza su marco de libertades para amparar ataques continuados contra sus principios y valores más sagrados.
Por esa razón, mientras que en tiempos de Theo Van Gogh y las viñetas danesas tuvo sentido hablar de tolerancia, defender firmemente la libertad de expresión y recordar que el Tribunal Supremo de EEUU considera que la Primera Enmienda de su Constitución ampara la quema de la bandera como una forma de libertad de expresión, ese debate ha dejado ahora de tener el mismo sentido.
Eso no quiere decir que debamos renunciar a nuestros principios ni valores. Limitar la libertad de expresión sería un tremendo error. Pero el hecho de que una sencilla cámara de video, una conexión a internet y una cuenta en YouTube pueda provocar una crisis internacional de tal calibre significa que nuestras relaciones con el mundo musulmán están a merced de los fanáticos y los provocadores. Ellos actúan, tienen la iniciativa, marcan la agenda. Nosotros sufrimos las consecuencias, contenemos daños, somos arrastrados al conflicto. La frustración de EEUU, que se vio involucrado en Libia en un conflicto en el que no quería participar, lo dice todo: vidas, esfuerzos diplomáticos, recursos económicos, todo dilapidado a cambio de nada.
¿Qué hacer a partir de ahora? ¿Cómo tejer las relaciones diplomáticas que permitan romper esta espiral? Eso sólo sería posible si los desgraciados incidentes de Bengasi sirvieran para tejer una complicidad entre todos los que en unos y otros países se muestran asqueados por este nivel de violencia e intolerancia y, en paralelo, entre los gobiernos involucrados si fueran capaces de entender cuán frágiles son y qué inermes están si no se unen y actúan en consecuencia para blindarse contra crisis de esta naturaleza. Hoy por hoy, encontrar ese camino parece enormemente difícil. Sin embargo, es el único posible.