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A la muerte con cariño

Anteayer tembló en México. En Bolivia tampoco. Muchos aspectos tienen en común nuestros países. En ambas sociedades estallaron revoluciones populares en el siglo XX. Las culturas populares de matriz indígena celebran el día de difuntos con pompa y sonaja. Hace diez días se festejó en todos los camposantos de México y quedan vestigios de altares coloridos y ofrendas exuberantes. La muerte de los seres queridos no es motivo de pena, es una cita, un encuentro, la posibilidad de la cercanía a través de la evocación y la entrega. 

Esta vez descubro facetas desconocidas de esta fiesta, como una costumbre en Ocotepec (un pueblo donde anduvo y anda, dicen, Emiliano Zapata), donde reciben y celebran a tres tipos de difuntos: a los muertos antiguos; a los “nuevos” que perdieron la vida en el transcurso del año; y a los “matados”, aquellos que fueron víctima de la violencia. Así es. Y hay ritos para cada caso y colores que acompañan, y familias que reciben las señales de solidaridad.

Comida y bebida junto con abrazos y lágrimas. Me quedo pensativo con esa figura de los “matados” y pienso en la violencia que impera en varias regiones de este hermoso país. Y tiemblo cuando pienso en esa hipótesis para Bolivia. No obstante, prefiero acordarme de algunas anécdotas relacionadas con la muerte. Para des-dramatizar.

Existen muchas maneras de enfrentar la muerte. En los tiempos del Terror, cuando Robespierre mandaba a punta de guillotina en la Revolución Francesa, un intelectual fue sentenciado para ser ejecutado un día de tantos. Ese día, la víctima se dirigió al cadalso a paso lento y con la mirada fija en la página del libro que estaba leyendo desde hacía varias noches. Se detuvo frente a su verdugo, quien con un gesto pareció decirle que dejara de leer y que a otra cosa. Humedeció la punta de su dedo índice y dobló la última página que habían visto sus ojos. Depositó su libro a un lado de la guillotina con un aire de desaliento. Luego, escuchó un redoble de tambor cuando apoyó la cabeza en la madera y !zas! la cuchilla hizo el resto. No sabemos cuándo volvió a abrir su libro en la página doblada, para retomar su hábito de lectura interrumpido por tal detalle intrascendente.

Existen muchas maneras de celebrar la muerte. Los mexicanos son vanguardia en esta práctica y se expresa en la narrativa de Juan Rulfo y los grabados de José Guadalupe Posadas y, también, en las calaveritas de dulce que chupan los niños con su nombre grabado en la frente.

Existen muchas maneras de jugar con ella. Así, el Tambor Vargas que escribió en su memorable Diario de la guerra por la independencia: “moriremos si somos zonzos”. Existen muchas maneras de irse de la vida y de quedarse sin la muerte. Poco antes de fallecer, Luis Buñuel —gran director de cine— redactó su testamento dejando toda “su fortuna”… a Rockefeller y se confesó a un cura por todos los pecados y herejías que había cometido contra… la Iglesia. O más cerca nuestro, Jaime Saenz que siempre recordaba aquella frase de Colón: “vivir no es necesario, navegar es necesario” antes de sumergirnos en los laberintos de su narrativa que trasunta el más allá y el más acá.

Existen muchas maneras de arrinconarse ante la vida, de enfrentarse con la muerte. Si no, pregúntenle a Bergman (seguro que no se hará al sueco), a la niña de Guatemala (a la que se murió de amor), a Jesús Urzagasti (te hablará desde su ventana que da al parque) o al fantasma de Canterville (en la versión de Charlie García: “he muerto muchas veces, acribillado en esta ciudad”). Y aunque aparentemente sufro de la pesadumbre mínima necesaria para producir una prosa melancólica y fatal, prefiero derivar mi difusa congoja y mi amorfo sentido trágico de la existencia hacia un silencio dubitativo y más bien escuchar, simplemente escuchar, el Terremoto del Sipe Sipe, aquel bolero de caballería que nuestros padres nos han hecho creer que sirve para acompañar procesiones y entierros, y no para celebrar la vida de los muertos.