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El ‘boom’ en el recuerdo

Porque la condición humana exige fechas para orientarse en el tiempo, porque agrada celebrar, se ha determinado que el famoso “boom” literario latinoamericano, otrora motivo de luengas disquisiciones y controversias literarias y políticas, comenzó en 1962, y que por ello este año estamos asistiendo a la cincuentena de años de su ocurrencia, motivo por el cual ha sido objeto nuevamente de luengas disquisiciones, aunque esta vez menos controvertidas que nostálgicas y/o evaluativas. Porque está claro que, visto desde la actualidad, el “boom” finalmente ha pasado a ser un dato histórico que nada más ayuda a ver panorámicamente un horizonte mucho más amplio de la literatura latinoamericana.

Ya cuando se discutía fervientemente sobre la novedad de esas novelas de los años 60’ de García Márquez, Vargas Llosa, Donoso, se comenzó a echar el ojo mundialmente sobre lo que había estado pasando antes, cuando no bastante antes. A Carpentier, por ejemplo, que en los años 40 y 50 ya había escrito cuentos y novelas alrededor de la idea que luego identificó indeleblemente al más célebre de todos, García Márquez: el realismo maravilloso. A Onetti, que también ya tenía sus dos décadas de elaborar sus intrincadas novelas y cuentos; a Guimaraes Rosa, que en 1955 había escrito Gran Sertón: Veredas; lo mismo que Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo; todos ellos fueron incorporados sin más en el fenómeno arrollador del famoso “boom” por motivos editoriales. Así que ese 1962 que se ha escogido como fórmula numérica es nomás harto artificial.

De ordinario es el espejo el que nos muestra algún detalle que delata el envejecimiento, pero a veces también es la biblioteca personal la que lo hace. De Cien años de soledad, por ejemplo, tengo un ejemplar de esa famosa edición de Sudamericana, sí, esa misma que bufonescamente su autor se pone en la cabeza a manera de sombrero en una conocida foto, esa de las etiquetas con figuras entre esotéricas y real-maravillosas. Claro que es la 48 edición, la de 1976, no la primera, de 1967, cifra que da una idea de la enormidad editorial y comercial que significó ese libro. Tiene el nombre de un amigo que huyó a México y del que no supe nunca más nada, y que seguramente me dejó el libro en su huida. En cuanto a la obra de Cortázar, sólo me queda Las armas secretas, porque mi método para leerlos era revender uno en las librerías de viejo de la Montes para comprar otro, también de segunda mano (no había metálico, por supuesto). En cuanto a Rayuela, me fue arrebatada, sin demasiada resistencia de parte mía, a tiempo de separarme, y después no lo lamenté para nada.

El “boom” fue para los mozalbetes latinoamericanos de los años setenta la idea de que ser escritor era una linda posibilidad de vida, de que la vida entre libros (la definición es, si no me equivoco, del Dr. Johnson), también sólo como lector, era privilegiada. Leí La ciudad y los perros, la novela que han escogido como mojón para la mencionada celebración, con esa emoción casi adolescente. Y después no la releí nunca más, como se lo merece. Porque a la larga, luego de ése y otros logros, como Conversación en la catedral y La casa verde, quizá hayamos llegado finalmente al suficiente consenso de cuánto se sobrestimó a Vargas Llosa, cuando en realidad sólo era un artesano de la novela que había trabajado laboriosamente para darle a Perú su primer Premio Nobel, aunque en el camino hubiera sido necesario volverse español.

Quiero decir que, a medida que mi formación como lector se ha ido ensanchando, volviéndose más selectiva, mi relación con algunos escritores del famoso “boom” se ha tornado meramente afectiva, objeto de nostalgia. Por poner otro ejemplo, no creo que ni siquiera intente releer alguna vez El obsceno pájaro de la noche, obsceno esfuerzo chileno por tener un miembro en el cogollito de los escogidos de ese momento. De manera que quizá la mejor manera de evaluar el “boom” sea preguntarse: ¿Alguna obra verdaderamente maestra nos ha dejado? Digo yo: ¿Alguien puede realmente ponerse a la altura de Borges en su alcance artístico? Sólo pregunto.