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Revolución de colores

A la caída del llamado socialismo real, las repúblicas que conformaron la ex Unión Soviética reclamaron su independencia. En muchos casos estos procesos fueron pacíficos; en otros, largos, tortuosos y crueles, pues derivaron en guerras civiles prolongadas. Pero a pesar de esas diferencias, los nuevos Estados tuvieron que enfrentar por igual la resistencia del viejo régimen, cuya principal práctica autoritaria consistía en el fraude electoral.

En ese escenario surgieron las denominadas “revoluciones de colores”, caracterizadas como movimientos democratizadores en la medida en que sus principales objetivos eran la lucha por el respeto de la voluntad del pueblo y la limpieza del voto. Además, las principales armas de esos movimientos consistían en la movilización masiva y la acción pacífica. Verdaderas mareas sociales identificadas con ciertos colores, que en la mayoría de los casos correspondían a los del partido ganador de las elecciones, pero cuyo triunfo había sido desconocido, expresaban así su aspiración al cambio pacífico.

El término revolución de colores apareció en ese sentido no solamente como un término referencial, sino también como una necesaria matización del concepto de revolución, pues los nuevos movimientos democratizadores no se asemejaban a los viejos movimientos que protagonizaron la revolución de octubre de 1929, cuya vanguardia e inteligentsia obrera, que logró el cambio violento de las estructuras, distaba de la indefinible sociedad civil ¿o quizá multitud?, que dio vida a los movimientos democratizadores.

Aunque en la década de los años 80, la lucha por el voto y por el respeto de la voluntad del pueblo sucedió también en Brasil y México, ello no derivó en revoluciones de colores, debido a que esa lucha ocurrió en un escenario de fuertes impulsos democratizadores que hizo posible que las élites condujeran a su gusto la transición.

A inicios del siglo XXI, como parte de una ola de desencanto social en la región con los gobiernos neoliberales, en Bolivia se produjo la caída de dos presidentes en un proceso lamentablemente vertiginoso y sangriento. Pero en este caso la aspiración por un cambio violento era menos clara, pues si bien fue cuestionado el régimen de la democracia pactada,  los tradicionales actores institucionales de la democracia, los partidos políticos, no fueron superados y los movimientos sociales entraron en una relación conflictiva con ellos.

En esa relación, los movimientos sociales llevaban las de perder, pues los partidos tenían en sus manos la solución a la crisis que derivó en la convocatoria a elecciones. Así, no existían las condiciones para una lucha por el respeto de la voluntad del pueblo, ni tampoco para un cambio abrupto de las estructuras. Lo que sucedió fue simplemente la continuidad del orden, a través del mantenimiento de la democracia, establecido como un escenario a través del cual debía producirse la solución de impases políticos mediante la rotación de las élites.

La única condición para el cambio estuvo dada por las demandas de los movimientos sociales, cuyas agendas de febrero y octubre los partidos estaban obligados a recoger, pues de no hacerlo la crisis podía agravarse, y los propios partidos corrían el riesgo de no hacerse electoralmente competitivos.

Hoy, sin embargo, se habla de una revolución en curso cuando la flecha de la historia no ha virado. Los que sostienen esa supuesta revolución tampoco estuvieron apoyados en su momento por una marea social azul y negro que fulminara al régimen de la democracia pactada; el ascenso político del MAS ocurrió simplemente como una virtud de la democracia que acepta cambios limitados a las aspiraciones de las élites políticas.