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La fabulosa vida de Pamela

No sería exagerado afirmar que Pamela Digby fue la versión femenina de Casanova en el siglo XX, con la ventaja de que ella prefería la calidad a la cantidad. Además, sus parejas afortunadas tenían prioridad sobre los pretendientes desmonetizados. Sus tres matrimonios consignados en el registro civil alargaron su nombre al ritmo de su riqueza. Pamela Digby Churchill Hayward Harriman comenzó su ruta onomástica a los 19 años, casándose, en 1940, con Randolph, único hijo de Winston Churchill e instalándose en Downing Street #10, la residencia oficial del Primer Ministro británico, apenas iniciada la II Guerra Mundial.

De buena familia inglesa, madre de un niño, divorciada al cabo de  un lustro, compartió los vaivenes del famoso reportero de guerra Edward Murrow; luego saboreó la fortuna   del joven heredero italiano Gianni Agnelli, para (en diversos intervalos)  acompañar al billonario árabe Ali Khan o al barón judío Elie Rotchild, recién evadido del horno de Auschwitz. Atrapó en matrimonio al empresario del espectáculo Leland Hayward, a quien cuidó en la enfermedad y en la senectud hasta su muerte.  

Viuda a sus 57 años, coincidió nuevamente con Averell Harrimann, que a sus 87 acababa de perder a su esposa. Volvieron las golondrinas de sus balcones sus nidos a colgar (desde aquel flirt ocurrido en Londres, durante los apagones impuestos por la guerra) y un fastuoso matrimonio  los unió por diez años, hasta que el viejo diplomático sucumbió a los 94 años. Nueva viudez que le legó otro fresco patrimonio junto a la nacionalidad americana.

Como el reposo del guerrero llega inesperadamente, Pamela decidió reciclarse en la actividad política y volcó sus esfuerzos a la causa del partido Demócrata. Un talento organizador sin par como fund raiser y su amplia red de vinculaciones sociales le permitieron contribuir económicamente a las campañas de varios legisladores, y finalmente a la batalla por la presidencia en 1992 de Bill Clinton, a cuya causa insufló más de $us 12 millones.

Reina del partido, una vez consolidada la victoria, Clinton ya electo, la nombró en 1993 embajadora en París. Con espacio de pocas semanas presentamos uno y otro credenciales al presidente François Mitterrand, y esa vecindad protocolar me permitió cultivar un cercano contacto con Pamela, que a sus 73 años seguía luciendo su pelirroja belleza reposada, pero elegante.

La llegada al Palacio del Elíseo de Jacques Chirac, abrió frecuentes ocasiones para nutrir nuestra amistad en jugosas complicidades diplomáticas. En efecto, después de Washington, fue Bolivia el primer país latinoamericano que Chirac visitó oficialmente, a bordo de dos airbuses, con una comitiva de 300 personas.

Se decía que Pamela trasladó a la embajada parisina 20 obras maestras de su pinacoteca personal que la adornó con majestuosa suntuosidad. En verdad, las veces que tomamos el five o´clock tea en el saloncito celeste, tan sólo percibí los paisajes de Arles, de Van Gogh, algún Cézanne y los excelsos garabatos de Picasso.

La última vez que alterné con Pamela fue en el almuerzo primaveral,  que en mayo de 1996 ofreció, en su Moulin campestre, doña Beatriz Patiño, la viuda de Antenor, que tuvo la amabilidad de acomodarnos en su mesa de honor. Pamela lucía un traje celeste como sus ojos que se cerraron para siempre el 5 de febrero de 1997, mientras zambullía en sus cotidianas brazadas matinales en la piscina del Hotel Ritz de la Place Vendome. Sus restos fueron trasladados a Washington con honores de heroína nacional en el avión presidencial Air Force One, y recibidos por un contrito Bill Clinton.

Todos estos recuerdos vienen a cuento al releer su biografía (no autorizada) Life of the Party, editada por Christopher Ogden, en 1994.