Folclore lingüístico
Somos muy afectos a hacernos los desentendidos cuando de nuestras debilidades se trata
Toca el censo a la puerta y un tímido estudiante no tarda en exponer en la boleta sus problemas con la ortografía: “enseñansa” y “univercitaria”. No quiero menoscabar su autoridad en esta histórica cita, pese a que nos separan al menos 20 años de vida y puedo corregirle como todo buen padre haría con su hijo.
Somos muy afectos a hacernos los desentendidos cuando de nuestras debilidades se trata. Los puntos seguidos desaparecieron: las comas se disfrazan de ellos para reemplazarlos como si fuesen lo mismo; ni qué decir del punto y coma. “Varios”, como adjetivo, pese a tener el sentido de “algunos” o “unos cuantos” sustituye sin ningún rubor a “muchos”, distorsionando la realidad. Las que están a la orden del día son las viejas y queridas aposiciones, esas especies de paréntesis en una frase que los apologetas de la divagación ahora las usan para dejarlas abandonadas, irse por las ramas y no llegar a ningún lado.
¿Por qué no nos preocupa nuestra lengua? ¿Estamos amilanados ante el desafío de la revalorización de los orígenes mediante la descolonización educativa porque creemos que esto implicaría el desdén (o la destrucción) del español? O, ¿habrá llegado el momento del “punto final a la ortografía”, como he leído en un interesante artículo publicado en el suplemento Puño y Letra de Correo del Sur, a propósito de los mensajes de texto y el correo electrónico, entre otras efervescencias demoníacas?
“Folclore”, por su etimología, conserva en casi toda escritura boliviana su forma con ‘k’, aunque este término ha sido castellanizado hace mucho y su origen es una voz inglesa, y por lo tanto colonizadora desde el punto de vista de que la mayoría de nosotros habla y escribe en español debido a la instrucción recibida principalmente en la escuela. Espinoso tema, sin duda, en un país niño que reclama para sí un desprendimiento de la teta cultural de la Madre Patria. También, por supuesto, porque muchísimos bolivianos tienen como lengua materna al quechua, al aimara o al guaraní, para citar los más importantes y, sin embargo, hoy en día se comunican sobre todo en español.
No quiero entrar al debate de la evidente predominancia de un idioma sobre otros venidos a menos y algunos en franco proceso de extinción. Saldré, sí, en defensa de un manejo más apropiado de la lengua que en general utilizamos cotidianamente y que nos aglutina como país al permitir que nos entendamos entre todos, sin distinciones.
Puede ser que no coincidamos, pero yo creo que mientras leamos en español, asistamos a clases de lenguaje español, trabajemos en oficinas donde se habla y redacta en español, lo coherente es apartarse del discurso plurinacional y anticolonialista y escribir guagua y no wawa. ¿Por qué? Por la misma razón que se debería escribir yogur, yóquey o folclor/folclore en vez de los originales (en estos casos, extranjerismos) yoghurt, jockey y folklore. Si habitualmente escribimos yanqui (y no la vernácula yankee), ¿por qué seguimos mezclando idiomas y evitamos el igualador castellano?
Quizá no sea política ni culturalmente correcto decirlo en la Bolivia de hoy, pero el hecho de que en un país se hablen decenas de lenguas no tendría que servir de pretexto para someter a una de ellas —la más practicada, la que nos hace iguales en la diversidad— a la desidia de sus hablantes y escribientes.
La uniformidad del idioma no es cuestión menor. En aras de la corrección y, ante todo, de la mejor comprensión de lo que se escucha y se lee. Por alguna razón, preferimos ser informales. Amalgamar nuestras angosturas en un mercado persa del lenguaje.