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Boicot a los académicos israelíes

Responsabilizar a todos los ciudadanos por las políticas de su gobierno es una forma de racismo.

/ 2 de diciembre de 2012 / 04:00

En enero de 2003 escribí un artículo lamentando el hecho de que The Translator, una revista académica británica, se hubiera unido a otras publicaciones del Reino Unido en el boicot académico de las universidades israelíes, en protesta por las políticas del primer ministro israelí Ariel Sharon. Mona Baker, editora de The Translator, había sido una firmante de la carta abierta anunciando el boicot. Poco después, ella invitó a dos académicos israelíes del consejo editorial a que presentaran su renuncia. Los intelectuales en cuestión, la doctora Miriam Shlesinger y el doctor Gideon Toury,  estaban en contra de las políticas de Sharon, pero esto no hizo diferencia alguna para Baker.

En mi crítica, observé dos cosas: Una, que es necesario hacer una distinción entre las políticas gubernamentales de un país (o incluso su Constitución) y el fermento cultural que está actuando dentro de él. Segundo, señalé implícitamente que hacer responsables a todos los ciudadanos de un país por las políticas de su gobierno era una forma de racismo. No hay diferencia entre aquellos que manchan así a todos los israelíes y quienes mantienen que, dado que algunos palestinos cometen actos de terrorismo, deberíamos bombardear a todos los palestinos.

Meses atrás, en Turín, apareció una carta abierta bajo el patrocinio de la rama italiana de la Campaña para el Boicot Académico y Cultural de Israel, una red de académicos y organizaciones que trabajan para obligar a un cambio de las políticas israelíes mediante el boicot de las instituciones israelíes. Este documento, orientado a censurar al Gobierno de Israel por sus políticas, incluye esta declaración: “las universidades y académicos israelíes han apoyado totalmente y apoyan a su Gobierno y, como tal, son cómplices de sus políticas. Las universidades israelíes también son los lugares donde parte de los proyectos de investigación más importantes se llevan a cabo sobre armas nuevas, basadas en nanotecnología y sistemas tecnológicos y psicológicos para controlar y oprimir a la población civil”.

En la carta, una especie de manifiesto, estos académicos exhortan a la gente a abstenerse de tomar parte en cualquier forma de cooperación académica y cultural, incluyendo la colaboración con instituciones israelíes. También sugieren suspender todas las formas de financiamiento y subsidios.

Si bien yo estoy en completo desacuerdo con las políticas del Gobierno israelí, es una mentira declarar, como lo hicieron en su carta los boicotistas italianos, que las universidades y académicos israelíes “casi totalmente” apoyan al Gobierno de su país: muchos intelectuales israelíes siguen argumentando vigorosamente contra las políticas de su Gobierno. Por ejemplo, el colectivo Call for Reason (o JCall) judío europeo produjo recientemente un exhorto contra la expansión de los asentamientos israelíes, firmado por un gran número de intelectuales judíos europeos. Causó un revuelo, demostrando que el debate persiste tanto dentro como fuera de Israel.

Además, esto es ilógico. ¿Por qué debe ser ese boicot tan amplio? ¿Deberíamos boicotear a los filósofos chinos para que no asistan a las conferencias porque Pekín ha censurado a Google? Si los físicos en Teherán o Pyongyang estuvieran colaborando activamente en la fabricación de armas atómicas para sus países, entonces sería comprensible que sus iguales en Roma u Oxford prefirieran romper todas las relaciones institucionales con ellos. Pero no veo por qué desearían romper relaciones con académicos que trabajan en campos no relacionados: todos perderíamos el diálogo acerca de la historia del arte coreano o de la literatura persa antigua.

Mi amigo, el filósofo Gianni Vattino, está entre los partidarios del llamado más reciente para un boicot. Veamos hipotéticamente, por diversión, si él estaría de acuerdo: supongamos que en ciertos países extranjeros circulan rumores de que la administración italiana está tratando de  socavar el principio sagrado democrático de la separación de poderes, al deslegitimizar el sistema judicial, algo que Silvio Berlusconi hizo con el apoyo de un partido político racista y xenofóbico. ¿Le agradaría a Vattino, quien fue un duro crítico del gobierno de Berlusconi, que las universidades estadounidenses protestaran contra las políticas italianas no invitándolo a él a ser un profesor visitante, o que comités especiales adoptaran medidas para remover todas sus publicaciones de las bibliotecas de EEUU? Creo que clamaría injusticia, y que sentiría que esas acciones eran equivalentes a culpar a todos los judíos de deicidio, porque el Sanhedrin estaba de mal humor el Viernes Santo.

Nadie aceptaría que todos los rumanos son violadores, todos los curas pedófilos y todos los académicos de Heidegger son nazis. Igualmente, ninguna postura política o polémica contra un gobierno debe condenar a toda una raza o cultura. Este principio es particularmente importante en el mundo literario, donde la solidaridad global entre académicos, artistas y escritores siempre ha sido una forma de defender los derechos humanos a través de todas las fronteras.

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Todos son críticos

Todo lo que uno puede hacer es esperar que su público contradiga al crítico ingrato.

/ 10 de febrero de 2013 / 04:00

De vez en cuando veo a uno de mis contemporáneos haciendo algo que yo no haría, quizá porque sencillamente no han acumulado suficiente experiencia. Y por ello, aquí, me permitiré sembrar algunas semillas de sabiduría desde las alturas (o las profundidades) de mi avanzada edad.

Si alguien expresa una opinión insultante sobre tu trabajo literario o artístico, no salgas corriendo ni llames a un abogado; incluso si las palabras de tu enemigo han cruzado la muy delgada línea entre la crítica y el insulto.

En 1958, Beniamino dal Fabbro, un crítico musical italiano valiente y muy polémico, escribió un artículo periodístico en el cual masacró una actuación de María Callas, una estrella por quien él sentía muy poco respeto. No puedo recordar exactamente qué escribió, pero recuerdo muy claramente el epigrama que este afable y sarcástico personaje distribuyó entre sus amigos en el legendario Bar Jamaica, en el distrito artístico de Brera, en Milán: “La cantante d’Epidauro / meritaba un pomidauro”, que se traduce aproximadamente como “La cantante de Epidauro / merecía un jitomate”. Callas, quien era un personaje difícil también, se enfureció tanto que decidió demandarlo.

Naturalmente, el tribunal absolvió a Dal Fabbro y reconoció su derecho a criticar. Pero el aspecto más divertido de todo el asunto fue que el público en general —que siguió la disputa en la prensa, pero cuyo conocimiento de la jurisprudencia y el derecho constitucional a la libre expresión era, digamos, nebuloso— comprendió que el fallo del tribunal no era una afirmación del derecho de Dal Fabbro a criticar, sino una afirmación de la sustancia de su crítica: en otras palabras, que Callas había cantado verdaderamente mal. Consecuentemente, Callas salió del asunto considerada (injustamente) una cantante horrible, no sólo por un crítico sino ostensiblemente por un tribunal italiano.

Esto es prueba de la inconveniencia de que un artista responda a una crítica, arrastrando a todas las personas que le menosprecien hacia un tribunal. No sólo el tribunal, con toda probabilidad, reconocerá el derecho del crítico a desdeñar al artista, sino que a los ojos del público, este veredicto podría parecer significar que el juez considera al artista digno de ese desdén. Éste es un corolario a dos añejos principios: que negar un reporte falso en ocasiones representa meramente ventilar la falsedad una segunda vez; y que si uno se encuentra hundido hasta el cuello en arena movediza, se debe mantener quieto, ya que revolcarse y responder con golpes sólo empeorará las cosas.

Entonces, ¿qué puede uno hacer cuando alguien lo insulta? Simplemente dejarlo pasar. Si uno está involucrado en las artes, ya ha hecho las paces con el hecho de que las calumnias y los juicios negativos abundan; a sabiendas, como es el caso, de que esas cosas vienen con la actividad. Todo lo que uno puede hacer es esperar que su público contradiga al crítico ingrato.

Consideremos al compositor Louis Spohr, quien describió la Sinfonía No. 5 de Beethoven como una “orgía de ruido vulgar”; o a Thomas Bailey Aldrich, quien escribió sobre Emily Dickinson: “La incoherencia y falta de forma definida de la mayor parte de sus versos son fatales”; o al director de pruebas de MGM quien, como dice la leyenda de Hollywood, vio una prueba de pantalla de Fred Astaire y comentó: “No sabe actuar. No sabe cantar. Está ligeramente calvo. Sabe bailar un poco”. Con el tiempo, millones de fanáticas lo desmintieron.

Lo que es más, si una persona expresa un juicio negativo sobre su trabajo mientras compite con usted por algún premio u otro, simplemente está igualmente mal; al menos al nivel del buen gusto. Un escritor bien conocido y talentoso alguna vez destrozó un libro escrito por uno de los competidores de su esposa para un puesto universitario. Las virtudes literarias de este escritor eran innegables, pero finalmente muchas personas lo encontraron digno de la censura moral. Al final, la Historia tiene una forma de corregir cosas como esa.

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Sobre la caducidad de los soportes

Todos los soportes mecánicos, eléctricos y electrónicos son rápidamente perecederos

/ 27 de enero de 2013 / 04:00

En la jornada conclusiva de la Escuela para Libreros dedicada a Umberto y Elisabetta Mauri, en Venecia, hablamos, entre otras cosas, de la caducidad de los soportes de la información. Han sido soportes de información escrita la estela egipcia, la tablilla de arcilla, el papiro, el pergamino y, obviamente, el libro impreso.

Este último, hasta ahora, ha demostrado que sobrevive bien durante 500 años, pero sólo si se trata de libros hechos con papel de trapo. A partir de mediados del siglo XIX se pasó al papel de madera, y parece ser que éste tiene una vida máxima de 70 años (basta consultar periódicos o libros de los años 40 para ver cómo muchos de ellos se deshacen en cuanto se los hojea). Por lo tanto, desde hace tiempo se celebran congresos y se estudian medios distintos para salvar todos los libros que abarrotan nuestras bibliotecas: uno de los que gozan de mayor éxito (pero casi imposible de realizar para todo libro existente) es escanear todas las páginas y copiarlas en un soporte electrónico.

Pero aquí se nos presenta otro problema: todos los soportes para la transmisión y conservación de la información, desde la foto a la película cinematográfica, desde el disco a la memoria USB que usamos en nuestro ordenador, son más caducos que el libro. Lo tenemos muy claro con algunos de ellos: en los viejos casetes, al cabo de poco tiempo la cinta se hacía un lío, intentábamos desenmarañarla introduciendo el lápiz en el agujero, a menudo con resultados nulos; las cintas de video pierden los colores y la definición con facilidad, y si las usamos para estudiarlas, rebobinándolas y adelantándolas a menudo, se estropean aún antes.

Ahora bien, hemos tenido tiempo para darnos cuenta de cuánto podía durar un disco de vinilo sin rayarse demasiado, pero no hemos tenido tiempo de verificar cuánto dura un cd-rom puesto que, de ser la invención que había de sustituir al libro, ha salido rápidamente del mercado porque se podía acceder on line a los mismos contenidos y a un precio más conveniente. No sabemos cuánto durará una película en DVD, sabemos sólo que a veces empieza a darnos problemas cuando la vemos mucho. E igualmente, no hemos tenido tiempo de experimentar lo que podían durar los discos flexibles (floppy disk) para el ordenador: antes de poderlo descubrir fueron sustituidos por los disquetes, y éstos por los discos reescribibles, y éstos por los pen drives. Con la desaparición de los diferentes soportes han desaparecido también los ordenadores capaces de leerlos (creo que ya nadie tiene en casa un ordenador con la ranura para el floppy) y si uno no se ha copiado en el soporte sucesivo todo lo que tenía en el precedente (y así en adelante, presumiblemente durante toda la vida, cada dos o tres años), lo ha perdido irremediablemente (a menos que no conserve en el trastero una docena de ordenadores obsoletos, uno por cada soporte desaparecido).

Así pues, sabemos que todos los soportes mecánicos, eléctricos y electrónicos son rápidamente perecederos, o no sabemos cuánto duran y probablemente no llegaremos a saberlo nunca. En fin, que basta una subida de tensión, un rayo en el jardín o cualquier otro acontecimiento mucho más banal para desmagnetizar una memoria. Si hubiera un apagón bastante largo no podríamos usar ya ninguna memoria electrónica. Aun habiendo grabado en mi memoria electrónica todo el Quijote, no podría leerlo a la luz de una vela, en una hamaca, en un barco, en la bañera, en el columpio; mientras que un libro me permite hacerlo en las condiciones más arduas. Y si se me caen el ordenador o el ebook desde el quinto piso, estaré matemáticamente seguro de que lo he perdido todo, mientras que si se me cae un libro, como mucho se desencuaderna completamente.

Los soportes modernos parecen apuntar más a la difusión de la información que a su conservación. El libro, en cambio, ha sido el instrumento príncipe de la difusión (pensemos en el papel que desempeñó la Biblia impresa en la reforma protestante), pero al mismo tiempo también de la conservación. Es posible que dentro de algunos siglos, la única forma de tener noticias sobre el pasado, al haberse desmagnetizado todos los soportes electrónicos, siga siendo un hermoso incunable. Y, entre los libros modernos, sobrevivirán los muchos hechos con papel de gran calidad, o los que ahora proponen muchos editores hechos con papel libre de ácidos.

No soy un reaccionario nostálgico del pasado. En un disco duro portátil de 250 gigas he grabado las mayores obras maestras de la literatura universal y de la historia de la filosofía: es mucho más cómodo recuperar del disco duro en pocos segundos una cita de Dante o de la Summa Theologica que levantarse e ir a buscar un volumen pesado en librerías demasiado altas. Pero estoy contento de que esos libros sigan en mis librerías, garantía de la memoria para cuando se les crucen los cables a los instrumentos electrónicos.

Es autor de las novelas ‘La misteriosa llama de la Reina Loana’, ‘Baudolino’, ‘El Nombre de la Rosa’ y  ‘El Péndulo de Foucault’. Traducción de Hector Shelley.

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Reyes Magos, esos desconocidos

/ 30 de diciembre de 2012 / 04:01

Estos últimos días, he asistido casi por casualidad a dos episodios interesantes: una quinceañera hojeaba muy interesada un libro de reproducciones de arte, y otros dos quinceañeros visitaban (fascinados) el Louvre. Los tres habían nacido y habían sido educados en países rigurosamente laicos y en familias no creyentes. Por eso, cuando veían La balsa de la Medusa entendían que unos desgraciados acababan de escapar de un naufragio, o que los dos personajes de Francesco Hayez que se ven en la Academia de Brera eran dos enamorados, pero no conseguían comprender por qué el Beato Angélico representó a una chica hablando con un marica con alas o por qué un señor trastornado bajaba a trompicones una montaña llevando a cuestas dos losas de piedra muy pesadas y emanando rayos luminosos por los cuernos.

Naturalmente los chicos reconocían algo en una Natividad o en una Crucifixión, porque ya habían visto algo parecido pero, si en el belén se introducía a tres señores con manto y corona, ya no sabían quiénes eran ni de dónde venían. Es verdad que esto también le pasaba a Mateo, pero no es éste el punto.

Es imposible entender digamos tres cuartos del arte occidental si no se conocen los hechos del Antiguo y del Nuevo Testamento y las historias de los santos. ¿Quién es la chica con los ojos sobre un platito de plata? ¿Sale de la noche de los muertos vivientes? Y un caballero que corta por la mitad una prenda de vestir, ¿está haciendo una campaña anti-Armani?

Sucede que, en muchas situaciones culturales, chicos y chicas aprenden en el colegio todo sobre la muerte de Héctor y nada sobre la de San Sebastián, todo sobre las bodas de Cadmo y Harmonía pero nada sobre las bodas de Caná. En algunos países hay una fuerte tradición de lectura de la Biblia, y los niños se lo saben todo sobre el becerro de oro, y nada sobre el lobo de San Francisco. En otros sitios se los ha embutido de vía crucis y han quedado a oscuras de la “mulier amicta solis” del Apocalipsis.

Ahora bien, lo peor sucede, obviamente, cuando un occidental (y no sólo los quinceañeros) tienen que vérselas con representaciones de otras culturas, cada vez más presentes puesto que la gente viaja a países exóticos mientras los habitantes de esos estados vienen a instalarse aquí. No hablo de las reacciones perplejas de un occidental ante una máscara africana, o de sus risas ante esos Budas oprimidos por la celulitis (que además, si se lo preguntamos, estarán dispuestos a contestar que Buda es el dios de los orientales tal y como Mahoma es el dios de los musulmanes). Lo peor es que muchos de nuestros vecinos de casa estarían dispuestos a pensar que la fachada de un templo hindú ha sido diseñada por un comunista para representar lo que sucedía en los festines que Silvio Berlusconi daba en sus villas, y menean la cabeza cuando ven que los mismos hindúes se toman en serio a un señor en cuclillas con cabeza de elefante, sin darse cuenta de que ellos no encuentran nada extraño en una persona divina representada como una paloma.

Por lo tanto, más allá de cualquier consideración religiosa, e incluso desde el punto de vista más laico del mundo, es necesario que los chicos en el colegio reciban una información básica sobre ideas y tradiciones de las distintas religiones. Pensar que no es necesario equivale a decir que no hay que enseñarles quiénes eran Zeus o Atenea porque eran sólo cuentos para las viejecillas del Pireo.

Pero claro, querer resolver la educación de las religiones con la educación de una sola religión (por poner un ejemplo, la Católica en Italia) es culturalmente peligroso porque, por una parte, no se puede impedir que no asistan a esa hora los alumnos que no creen o los hijos de los no creyentes, con lo que se pierden un mínimo de elementos culturales fundamentales; y, por la otra parte, se excluye de la educación religiosa toda alusión a otras tradiciones religiosas. No sólo, la hora de religión católica puede transformarse en un espacio de discusión ética, absolutamente respetable, sobre los deberes hacia nuestros semejantes o sobre la esencia de la fe, pasando por alto esas noticias que nos permiten distinguir una Fornarina de una Magdalena arrepentida.

También es verdad que los de mi generación estudiamos todo sobre Homero y nada sobre el Pentateuco; en el bachillerato nos enseñaban todo sobre Burchiello y nada sobre Shakespeare, y recibimos pésimas lecciones de historia del arte pero aun así hemos conseguido sobrevivir, porque evidentemente había algo en el aire que nos hacía llegar estímulos y noticias. Pero esos tres quinceañeros de los que hablaba, que no sabían reconocer a los Reyes Magos, me sugieren que también el aire nos transmite cada vez menos informaciones útiles, y cada vez más informaciones absolutamente inútiles.

Que los Reyes Magos mantengan sus seis santas manos sobre nuestras cabezas.

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Hay música y música

Si en todos los carteles se repite la Mona Lisa, la Mona Lisa se volvería fea y obsesiva.

/ 16 de diciembre de 2012 / 04:00

Se suele citar como ejemplo de escasa sensibilidad musical la opinión de Kant que consideraba la música inferior a otras artes como la pintura, porque, si el valor del arte está en el alimento intelectual que nos procura, la música, que juega simplemente con sensaciones, ocupa el lugar más bajo entre las bellas artes pues “va de ciertas sensaciones a las ideas indeterminadas; mientras que las artes figurativas van de las ideas determinadas a las sensaciones. Éstas producen impresiones duraderas, aquélla no deja más que impresiones pasajeras”.

Y pasen estas ideas bastante discutibles. Pero es que Kant añadía: “Además, hay en la música como una falta de urbanidad, porque por la naturaleza misma de los instrumentos, extiende su acción más lejos de lo que se desea en la vecindad; ella se abre en cierto modo paso, y viene a turbar la libertad de los que no son de la reunión musical, inconveniente que no tienen las artes que hablan a la vista, puesto que no hay más que volver los ojos para evitar su impresión. Se podría casi comparar la música a los olores que se extienden a lo lejos. El que saca de su bolsillo un pañuelo perfumado, no consulta la voluntad de los que se hallan a su alrededor, y les impone un goce que no pueden evitar si han de respirar, aunque esto haya pasado de moda” (Crítica del juicio, 53).

Devaluar estéticamente la música porque molesta a los vecinos es como negar el valor de Aida cuando se representa en la Arena de Verona y se impone a la escucha involuntaria de los que viven en los alrededores. Con todo, Giuseppe Verdi aparte, yo que vivo en una zona de Milán donde con cualquier festividad se organizan conciertos de rock que duran hasta la madrugada, empiezo a pensar que Kant llevaba algo de razón.

Es bastante normal que uno no se lea inmediatamente las publicaciones que le llegan, porque no se puede leer todo enseguida (y, por otra parte, leí la Ilíada casi tres mil años más tarde), así que he llegado con algunos meses de retraso a la lectura del número 43 de la revista Nuovi argomenti, que se abre con una especie de diario del poeta Valerio Magrelli. En un cierto punto, Magrelli cita positivamente el fragmento de Kant porque, afirma, hay una música que se elige y otra que nos imponen los demás. “Se trata de dos fenómenos antitéticos. El primero representa uno de los alimentos más exquisitos que se hayan concedido a la especie humana, mientras que el segundo es un simple delito. Uno es una gracia que elegimos, el otro un castigo recibido”. Y al principio de su diario, Magrelli anota que hay “dos materiales cuyo abuso está destrozando la ecología del planeta: plástico y música”.

Por lo que se refiere al plástico, no necesitamos ejemplos; aunque tiene un defecto más con respecto a la música, porque los sonidos, como es bien sabido, volant y se dispersan por los aires, mientras que el plástico manet, por los siglos de los siglos. Para la música, basta pensar hasta qué punto nos persigue en los aeropuertos, en los bares y restaurantes, en los ascensores, en el estudio del fisioterapeuta con un horroroso estilo New Age, en los sonidos de los móviles que a bordo de los trenes difunden en todo momento Para Elisa o la sinfonía 40 de Mozart (que también acompaña machaconamente cualquier evento televisivo), y peor aún, la música nos asusta cuando, sin oírla, la adivinamos en los oídos obsesionados y atronados de los descerebrados que pasan a nuestro lado con un auricular clavado en el tímpano, incapaces de caminar, pensar, respirar, sin tener un estruendo como ángel de la guarda. Antaño decidíamos escuchar música y encendíamos la radio (operación que requería un esfuerzo manual), o elegíamos un disco (operación que requería también una reflexión intelectual y una elección de gusto), o nos vestíamos bien e íbamos a un concierto, donde ejercíamos nuestra capacidad de discernimiento entre una buena o una modesta ejecución, o podíamos decidir que amábamos a Bach y odiábamos a Scriabin.

Ahora, muchedumbres de jovencitas con el ombligo al aire y de jovencitos con pelos tiesos roban música con el ordenador para intercambiársela y escucharla todo el día, y cuando van al concierto o a la discoteca no es para degustar sino para aturdirse y, olvidadas las sutilezas del pedal, más que música absorben ruido. Claro que en el tren, el auricular lo llevan también muchos adultos embrutecidos, incapaces de leer el periódico o de mirar el paisaje.

Si en todos los carteles publicitarios se repitiera la Mona Lisa, la Mona Lisa se volvería fea y obsesiva. Pero (y entonces tenía razón Kant) nuestro intelecto se daría cuenta y protestaríamos. Con la música, en cambio, no: vivimos en ella como en un baño amniótico. ¿Cómo recuperar el don de la sordera?

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Doctor, me duele cuando leo esto

Una vez que el folleto me hubo capacitado tan a fondo, evité tomar siquiera una sola dosis de Mortac

/ 18 de noviembre de 2012 / 04:00

Para aliviar mi dolor de artritis, un doctor me aconsejó que empezara a tomar cierto medicamento que, en el interés de evitar fatigosas disputas legales, mejor no mencionaré aquí. Más bien le voy a dar un nombre imaginario: Mortac. Antes de tomar Mortac, hice lo que haría cualquier persona razonable y leí la hojita con información para el paciente que venía con las pastillas: ésa que ofrece consejos tan prudentes como la de evitar tomar el medicamento si pensamos empujárnoslo con una botella de vodka, si tenemos que conducir un remolque mil kilómetros ese mismo día, o si sucede que tenemos lepra o estamos embarazados con trillizos.

La papeleta informativa advierte también que algunos pacientes podrían sufrir reacciones alérgicas al Mortac, como hinchazón de la cara, labios y garganta. Menciona mareos, sopor y (especialmente entre personas de edad) caídas accidentales, vista nublada o pérdida de visión, daños en la columna vertebral, falla cardiaca o renal y problemas para orinar. Algunos pacientes, agrega, han tenido pensamientos de suicidio o automutilación y, si ése fuera nuestro caso, recomienda (supongo que cuando el paciente está tratando de saltar por la ventana) que consultemos con un profesional de la atención médica. Aunque en ese caso creo que me comunicaría más pronto con el departamento de bomberos. Además, por supuesto, Mortac supone los riesgos comunes de constipación, parálisis intestinal, convulsiones y, si se toma en combinación con otros medicamentos, fallo respiratorio y coma.

Esto por no mencionar la prohibición absoluta de conducir un automóvil, de operar maquinaria pesada o de participar en actividades que pudieran ser peligrosas; digamos, trabajar en una prensa hidráulica tratando de conservar el equilibrio en una viga del piso 50 de un rascacielos. Y si tomamos Mortac en una dosis superior a la recetada, podemos esperar sentirnos confusos, somnolientos, agitados o ansiosos. Si tomamos una dosis demasiado pequeña, o si de pronto dejamos de tomar el medicamento por completo, podríamos experimentar perturbaciones del sueño, dolores de cabeza, náuseas, ansiedad, diarrea, convulsiones, depresión, sudoración o mareos.

Más de una de cada diez personas que tomen Mortac experimentarán aumento de apetito, excitación nerviosa, confusión, pérdida de la libido, irritabilidad, trastornos de atención, torpeza, deterioro de la memoria, temblores, dificultad en el habla, hormigueo, letargo e insomnio (¿juntos?), fatiga, visión borrosa, doble visión, vértigo y problemas de equilibrio, boca seca, vómito, flatulencia, disfunción eréctil, hinchazón del cuerpo, sensación de ebriedad y perturbación de la marcha.

Más de una de cada mil personas experimentarán una caída en el nivel de azúcar sanguínea, percepción alterada de sí misma, depresión, cambios de humor, dificultad para encontrar las palabras, pérdida de memoria, alucinaciones, sueños desagradables, ataques de pánico, apatía, sensación de “extrañeza”, incapacidad de alcanzar un orgasmo, eyaculación retrasada, problemas conceptuales, embotamiento, movimientos anómalos de los ojos, disminución de los reflejos, piel sensible, pérdida del sentido del gusto, sensación de ardor, temblores al moverse, reducción del estado de alerta, desmayos, mayor sensibilidad al ruido, resequedad en los ojos, lagrimeo, arritmia cardiaca, baja presión arterial, alta presión arterial, perturbaciones vasomotrices, dificultad para respirar, resequedad de la nariz, hinchazón abdominal, aumento en la producción de saliva, reflujo gástrico, pérdida de la sensibilidad alrededor de la boca, sudoración, escalofríos, contracciones musculares, calambres, dolor en las articulaciones, dolor de espalda, dolor en las extremidades, incontinencia, dolor al orinar, debilidad, caídas, sed, opresión en el pecho o cambios en las funciones hepáticas.

No hay nada de qué preocuparse, claro: existe apenas una posibilidad entre mil de experimentar esos efectos secundarios. En cuanto a lo que le sucede a esa persona entre diez mil —o cien mil—, prefiero ni pensarlo. No es posible tener tan mala suerte. Una vez que el folleto me hubo capacitado tan a fondo, evité tomar siquiera una sola dosis de Mortac. Estaba seguro que de inmediato estaría afligido con la rodilla del ama de casa o algo por el estilo. No importa que la papeleta informativa haya olvidado mencionar ese trastorno en particular. Pensé en botar las píldoras en el basurero pero temí que desecharlas de la manera acostumbrada fuera a causar una mutación genética de proporciones épicas en las ratas. Mejor sellé la botella de píldoras en una caja de metal que enterré en un parque, a un metro bajo tierra. Y desde entonces, he de decir, mi dolor de artritis básicamente ha desaparecido.

Es autor de las novelas ‘La misteriosa llama de la Reina Loana’, ‘Baudolino’, ‘El Nombre de la Rosa’ y  ‘El Péndulo de Foucault’. Traducción de Hector Shelley.

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