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La madurez de la conciencia cívica

El Censo Nacional de Población y Vivienda 2012, ya lo han dicho todos, constituye un evento fundamental porque no sólo se trata, como también ya lo han dicho todos, de una especie de fotografía respecto al estado demográfico del país, pues de ser así el censo quedaría reducido a un objeto de contemplación. Más bien, este evento supone la actualización de un mapa con utilidad referencial, ya que  ella orienta la toma de decisiones políticas.

Sin embargo, para llegar a este punto de concienciación tuvo que pasar mucho tiempo. Quien escribe tuvo la oportunidad de participar en los censos de 1992 y 2001, como empadronador y capacitador, respectivamente. Pero fue sobre todo el primer evento que marcó el inicio de un proceso que necesariamente debía de ir madurando, puesto que en ese entonces quienes fuimos “convocados” a apoyar al censo, estudiantes de los últimos cursos del nivel medio, recibimos un curso de capacitación cuyo principal objetivo era que asumiéramos conciencia de nuestro deber cívico para con el país. Entonces las polémicas, los intereses políticos, los cuestionamientos y descalificaciones estaban menos presentes.

Ello, además, porque tras el Censo de 1976, el de 1992 fue el primero de la nueva etapa democrática. El deber cívico parecía determinante, de tal manera que muchos de los empadronadores éramos recibidos con gran expectativa por parte de las familias a las que nos tocaba empadronar, siendo el vaso de refresco o, en el caso del más afortunado, el plato de comida, el signo del cumplimiento del deber. Entonces, la predisposición a contestar las preguntas de la boleta censal carecía de confusiones, por la ausencia de temas politizados.

Pero el acto censal de 2001 empezó a superar el sentido del esencial deber cívico, puesto que ya no se trataba de saber simplemente cuántos éramos los habitantes del país y en qué condiciones vivíamos, sino también la forma en la que los datos repercutían en la organización política, económica y social del país. Y en este sentido, el más inmediato efecto de ese evento fue el conflicto desatado por la distribución de escaños parlamentarios, previo a la celebración de las elecciones de 2005. Es más, ese mismo censo arrojó el tan importante dato de que el 62% de los bolivianos se consideraba indígena, derivado de la pregunta: “¿Con qué pueblo originario o indígena usted se identifica?”.

Aspectos tales como la distribución de recursos por coparticipación tributaria; la descentralización político-administrativa, llevada a su más alto nivel; la representación regional y plurinacional; y muchos otros que hacen a los nuevos tiempos que vive el país permiten que la conciencia cívica respecto del censo supere el sentido del deber cívico. Por ello, no debería llamar la atención los intereses materiales y políticos que se despertaron en torno al Censo 2012, antes debieron haber sido vistos como determinantes de una actuación, si no impecable al menos sin tantas controversias entre el Instituto Nacional de Estadística, las autoridades del Ministerio de Planificación y los diversos opinantes, que a lo largo del proceso se enfrentaron en torno a aspectos ad hoc como la improvisación del evento, la tendencia hacia la “indigenización” de la población y la falta de actualización cartográfica.

Todos los actores debían haberse empeñado, más bien, en controlar y gestionar los propios y ajenos intereses para que el evento fuera menos determinado por la pasión política que por el sentido del deber y la necesidad social, teniendo en cuenta el gran potencial de la madurez de la conciencia cívica que se refleja incluso en el auto de buen gobierno, que en otros países ni existe, ante un censo que tampoco es “celebrado”.