Cuando Mitterrand ganó las presidenciales a principios de los años 80 inició una vía propia de política económica que condujo a Francia a la quiebra. A los pocos meses hubo de rectificar. Treinta años después, con un mundo mucho más globalizado, ¿se va a consentir al socialista Hollande tener su propia senda de austeridad, distinta de la que impulsan las fuerzas conservadoras que dominan en Europa y, sobre todo, en la cada vez más hegemónica Alemania?

¿Qué diferencia la austeridad socialdemócrata de la austeridad autoritaria vigente hasta ahora? Primero, el ritmo: los socialistas franceses son partidarios de ampliar los plazos de la consolidación fiscal y no dar lugar a compulsiones sociales como las que están viviendo Grecia, Portugal o España. Segundo, entienden que tienen menos efectos recesivos las subidas de impuestos (bien dirigidas, mayores para los que más ganan o poseen) que las reducciones de gasto público que van dejando atrás a los perdedores de la crisis. Tercero, son más partidarios de que las reformas estructurales que haya que hacer (fundamentalmente la del mercado de trabajo, en busca de una mayor flexibilidad del mismo a cambio de una mayor seguridad para los trabajadores: la célebre flexiseguridad nórdica) sean pactadas por los agentes. La plasmación de estas características está en el Pacto de Competitividad presentado por Hollande hace poco más de dos semanas.

A tal pacto no le han dado el plazo de rigor para saber si funcionará. En los últimos días ha confluido todo tipo de declaraciones, procedentes de Bruselas y de Berlín; publicaciones como la portada del semanario inglés The Economist; decisiones como la rebaja de calificación de la agencia Moody’s (que se une a la anterior, de Standard & Poor’s), etc., que concluyen que los problemas estructurales de la economía francesa (falta de competitividad, rigidez de algunos mercados, tamaño de su sector público…) y los coyunturales (anemia en el crecimiento, aumento del paro…) la convierten en el próximo eslabón más débil de la cadena europea, tras España e Italia.

No será ese el único problema del Gobierno francés. También por su izquierda política y sindical se han alzado voces contra algo que nos resulta muy familiar: la contradicción entre el programa electoral y las prácticas adoptadas o anunciadas por Hollande. Además, la resistencia en la calle a los cambios que se consideran redistributivos en sentido inverso suele ser muy fuerte. Por ello, hay quien piensa que la rebaja de la calificación del riesgo (muy agresiva para la grandeur francesa) puede ser de utilidad al Ejecutivo francés para hacer pedagogía con sus ciudadanos.