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Friday 3 May 2024 | Actualizado a 20:13 PM

Una unión apolítica

El pacto por el que la UE se dedicaba a gestionar el euro, dejando la política fiscal, ha muerto.

/ 17 de diciembre de 2012 / 09:02

Es probable que no se hayan dado cuenta, pero España vive en una federación. Y no se trata de esa federación que algunos reclaman como improbable solución al problema catalán. Pero la analogía vale. Igual que España es una federación en casi todo menos en el nombre, pues los niveles de competencias de los que gozan las Comunidades Autónomas son, en la práctica, muy similares a los que encontramos en países que sí se denominan abiertamente federales, como Alemania o Canadá, Europa se ha convertido en una federación.

El hecho de que ni los federalistas hayan salido a la calle a celebrarlo ni los euroescépticos hayan levantado barricadas para protestar se debe a que se trata de una federación, primero, encubierta, y segundo, económica. Así que como formalmente no le llamamos federación europea y, al mismo tiempo, mantenemos la política, o su apariencia, en el ámbito nacional, aunque muchos ciudadanos anden con la mosca detrás de la oreja, se cumple el axioma de la comunicación política que dice que “de lo que no se habla, no existe”.

Pero un análisis sosegado de los instrumentos y competencias de los que la Unión Europea se ha dotado en estos últimos años no deja lugar a dudas. El pacto por el que la Unión Europea se dedicaba a gestionar el euro, sostener el mercado interior, garantizar la libre competencia, celebrar acuerdos comerciales y sólo débilmente a coordinar las políticas económicas, dejando la política fiscal y la gestión del Estado del bienestar en manos de los Estados, ha muerto.

La unión monetaria se ha dotado tanto de un brazo preventivo como de un brazo corrector. Con esos dos brazos, la unión monetaria deja de andar a cuatro patas y se convierte en un bípedo capaz de moldear la realidad. Pero en escena están apareciendo otras tres uniones: una unión bancaria, que de forma lenta pero segura está viendo la luz estos días; una unión fiscal, que ya es una realidad con capacidad de conformar los presupuestos de los Estados miembros antes incluso de que los gobiernos y parlamentos nacionales comiencen a prepararlos; y, tercero, una unión económica, pues la Comisión Europea y el Eurogrupo tienen ya y tendrán cada vez más capacidad de diseñar los mercados laborales, los sistemas de pensiones y la política económica de los estados miembros. Todo eso acompañado de esa especie de Fondo Monetario Europeo que es el MEDE, con una impresionante capacidad de imponer condicionalidad a los estados. Y esto es sólo el comienzo, pues se está hablando de un Tesoro propio, eurobonos y de un presupuesto europeo que cuadriplique al actual.

Todas estas medidas son lógicas y necesarias si lo que se quiere es salvaguardar el euro. Inevitablemente, hemos concluido, tenemos que centralizar la toma de decisiones, transferir más competencias a Bruselas y renunciar a la autonomía que nos quedaba. El problema es qué hacemos con la política: ¿la dejamos en el ámbito nacional, aunque los gobiernos nacionales sean cada vez menos capaces y las elecciones nacionales menos decisivas? ¿O transferimos también nuestra soberanía política al ámbito europeo con la esperanza de que sea allí, en Bruselas, donde los ciudadanos puedan ser eficazmente representados? Aquí es donde surge el dilema. Lo primero no parece muy aconsejable pues, como los españoles han experimentado de primera mano, las elecciones todavía sirven para cambiar gobiernos, pero no para cambiar las políticas. Y en Europa las cosas no son mejor aún porque las elecciones europeas ni siquiera sirven para cambiar gobierno pues el Parlamento Europeo tiene un poder marginal y la Comisión Europea es muy débil y carece de autonomía política real.

De ahí la certeza de que aunque esta federación sea exitosa en lo económico, políticamente será un desastre si los ciudadanos no pueden recuperar en el ámbito europeo lo que pierden en el ámbito nacional. La soberanía, como el alma, ha abandonado el moribundo ámbito de la democracia nacional, pero no ha terminado de encontrar una democracia europea en la que instalarse. Y en ese vacío político en el que mora ha sido fragmentada y capturada por actores e instituciones de diverso pelaje: Berlín, el BCE, los mercados, los tecnócratas. El resultado es que vivimos en una unión apolítica, donde los gobiernos no gobiernan y los ciudadanos eligen entre alternativas que no lo son. Es, ante todo, una unión de reglas, supuestamente neutrales, que todos han de cumplir, pero con políticas que no se pueden cambiar. Al igual que la unión monetaria nació incompleta y casi perece una década después, esta federación económica carece de un soporte de legitimidad política suficiente para impulsarla hacia el futuro. Es hora pues de hablar de cómo recuperar en Europa lo que hemos perdido en casa.

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Insurgentes del centro

En Francia puede comenzar el rearme republicano frente a los extremismos populistas

/ 29 de abril de 2017 / 04:04

Dicen que la democracia representativa está agotada, que no hay margen de elección, que los partidos apenas se diferencian en sus mensajes, que todos están cortados por el mismo patrón. Según este lugar común, los partidos ya no son de izquierdas ni derechas, sino atrapalotodo, cínicos perseguidores del máximo número de votantes basándose en técnicas de mercadotecnia electoral importadas de los estudios de mercado y consumo. Tina, lo llaman algunos (there is no alternative).

Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, dijo en el contexto de la crisis: “Sabemos lo que hay que hacer, pero no cómo ganar las elecciones después”, convalidando así esta visión en la que las presiones de la globalización, los mercados, la Unión Europea y la austeridad llevan a los actores políticos a una peligrosa uniformidad de la que nace un descontento general con la democracia.

Una tesis difícil de sostener en Francia, donde una sociedad políticamente vibrante ha impuesto una carrera hacia la presidencia en la que los cinco candidatos con más opciones han desbordado los marcos establecidos por los partidos tradicionales, conservador y socialista, que han gobernado en los últimos 60 años.

Lo relevante de la elección francesa es que no solo los extremistas, de derechas o izquierdas, esto es Marine Le Pen o Jean-Luc Mélenchon, han protagonizado la insurgencia contra la política tradicional, sino que ese mismo fenómeno ha tenido lugar tanto en el campo republicano como en el socialista. Porque tampoco François Fillon ni Benoît Hamon eran los candidatos preferidos de sus aparatos, que tuvieron que ver partir a candidatos con trayectorias tan consolidadas o verosímiles como Alain Juppé o Manuel Valls.

Pero lo más relevante, sin duda alguna, es que la insurgencia centrista, representada por Emmanuel Macron haya ganado las elecciones del anterior domingo y se sitúe, algo impensable hace solo unos meses, a las puertas del Elíseo. El pacto republicano se activará en favor de alguien que presume de centrismo, pero que plantea ideas nuevas e incluso rupturistas. Se trata de una gran paradoja para todos aquellos que solo veían un escenario político europeo mortecino, decadente y con aroma a fin de civilización en el que solo se podía elegir entre centristas sin posibilidades y peligrosos populistas.

En Francia, como se sospechaba, se pone de manifiesto que la democracia no está en crisis, sino los partidos tradicionales. En Francia, como se esperaba con el lanzamiento de la candidatura de Macron, puede comenzar el rearme republicano frente a los extremismos populistas. En Francia, como se esperaba, puede comenzar la recuperación de una Europa que crea en su futuro.

* es doctor en Ciencias Políticas, director de Opinión de El País.

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Un día triste

La firma que solicita la activación del Art. 50 del Tratado de Lisboa certifica un fracaso colectivo

/ 6 de abril de 2017 / 04:03

La firma al pie del texto solicitando la activación del artículo 50º del Tratado de Lisboa certifica un fracaso colectivo. Por eso fue una tarde triste la del martes 28 de marzo, y un día triste el miércoles 29 cuando Sir Ivan Rogers depositó en Bruselas la carta de su primera ministra comunicando el deseo del Reino Unido de retirarse de la Unión.

Se trata de una derrota de gran magnitud. Porque si algo ha sido la Unión Europea hasta ahora es enormemente flexible para acomodar las idiosincrasias nacionales. Los 44 años de pertenencia del Reino Unido a la UE son la mejor y primera prueba de ello, pues en ese periodo pudo negociar con sus socios una participación a la carta en la que se autoexcluía del euro, y luego de sus políticas de rescate, también de una parte importante de los asuntos de justicia e interior, incluyendo las políticas de asilo y refugio, por no hablar de algunos aspectos de la política social, el presupuesto común o la política exterior y de seguridad.

El Reino Unido llegó a la Unión Europea en su peor momento nacional: emergía de un largo y traumático periodo de descolonización y estaba anquilosado económicamente y roto políticamente. Dentro de la UE no solo ha prosperado, sino brillado con luz propia y liderado. Su éxito desmiente con toda rotundidad a los que secularmente han sostenido que Londres solo podía ser influyente en el continente desde fuera; al contrario.

Ahora se van, producto de la incompetencia de sus políticos, sobre todo conservadores y laboristas, y la alianza del algunos lobbies nacionalistas y chauvinistas con la peor prensa sensacionalista y, directamente, racista. Estamos ante la primera gran victoria en el continente europeo de lo que los autoproclamados teóricos de la democracia radical (aunque son radicales, no demócratas) llaman “Ilustración populista”; el momento en el que el pueblo sabio retoma el control sobre su futuro y se sacude el yugo de élites y expertos.

Las mayorías, sostienen, no necesitan más legitimación que la mayoría, y por eso siempre aciertan. Pero se equivocan; y grandemente. Nos quedan muchos y buenos amigos en las Islas Británicas, gente que cree en la misma Europa que nosotros y que necesita seguir creyendo en ella. En las negociaciones que se abren debemos ser firmes con su Gobierno, pero ejemplares ante ellos.

* es doctor en Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid, director de Opinión de El País.

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Contrarrevolución

Un inmenso vacío, la nada, parece haberse adueñado de esta Unión Europea inane políticamente

/ 24 de septiembre de 2016 / 04:18

El eje franco-alemán está de capa caída, España (más bien Mariano) está ausente, los holandeses, otrora europeístas, están de retirada, Renzi clama en el desierto, Bélgica hace tiempo dejó de existir y el Reino Unido ha acabado en manos de los bárbaros que quedaron detrás del muro de Adriano.

Un inmenso vacío, la nada, parece haberse adueñado de esta Unión Europea inane políticamente. Pero en política no existe el vacío. El poder es sólido, líquido y a la vez gaseoso: si no está en un sitio, está en otro.

Y eso es lo que está pasando en la UE. Mientras los europeístas de siempre siguen enzarzados en sus tan típicos como escolásticos debates sobre la Europa a varias velocidades, el federalismo intergubernamental, las virtudes del “método de la Unión” frente al “método Monnet” o la necesidad de completar la unión bancaria, un grupo de líderes, todos ellos provenientes de Europa central y oriental, ha comenzado a hacerse subrepticiamente con el liderazgo de la UE.

Frente al inoperante eje franco-alemán, atenazado por el pánico a los populistas xenófobos en un año electoral largo, el húngaro Viktor Orbán (adalid ideológico del concepto de democracia “iliberal”), el eslovaco Robert Fico (otro martillo preclaro de refugiados e inmigrantes no cristianos) y la polaca Beata Szydlo (colmo del chovinismo) han logrado, en la cumbre de Bratislava, imprimir un giro soberanista e identitario a la política de asilo y refugio de la UE.

Ante este empuje, liderado por otro polaco, Donald Tusk, presidente del Consejo, y el silencio cómplice de los demás Estados miembros, la Comisión y el Parlamento europeo se aprestan a desistir de su empeño de poner en marcha una política de asilo y refugio europea basada en principios en los que nos podamos reconocer. “Menos cuotas y más controles” han exigido, y logrado.

Frente a los populistas antieuropeístas, esta generación ha descubierto que en lugar de marcharse a la británica y quedarse aislado, es mejor quedarse en la UE y, aprovechando el vacío de liderazgo, darle la vuelta como un calcetín para convertirla en un ente cerrado. Ha comenzado la contrarrevolución: esperemos que Marine Le Pen y el FN francés no se apunten.

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Soledad

Es una responsabilidad que ha querido para sí y que como comandante en jefe siente que no puede ni quiere delegar.

/ 10 de julio de 2016 / 04:00

Obama cena en casa cinco de cada siete días. Su gabinete tiene órdenes estrictas: no más de dos cenas oficiales a la semana. Claro que vivir donde trabajas facilita mucho conciliar: sales del despacho, cambias de ala de la Casa Blanca y cenas con tu mujer y tus hijas en lo que sin duda es el momento de mayor relajación del día.

Frente a otros presidentes, Obama ha cultivado la imagen de ser un hombre de familia (a family man, como dicen allí), que en absoluto se escuda en su carrera política para huir de la cotidianidad. “Ser candidato a la presidencia de Estados Unidos no te exime de la bronca por no sacar la basura”, escribió una vez en tono jocoso.

Para un hijo de padre ausente y de una madre antropóloga que viajó por todo el mundo, los anclajes familiares son muy importantes. Obama ha contado la fascinación que sintió cuando descubrió las cenas familiares en casa de Michelle. Allí había una familia americana de verdad, con un padre muy trabajador, una madre ama de casa dedicada a sus hijas y una iglesia a unas pocas manzanas en la que reunirse los domingos. Todo aquello de lo que él justo careció en su infancia.

Pero ese Obama familiar es también el presidente de Estados Unidos, un hombre con una responsabilidad tan especial y delicada que su jornada continúa después de cenar. Entonces, Obama vuelve al despacho y ya en la tranquilidad de las últimas horas del día examina las listas de terroristas que han preparado los equipos de la CIA y el Pentágono, y aprueba uno a uno y personalmente su designación como objetivo para los ataques con drones.

Es una responsabilidad que ha querido para sí y que como comandante en jefe siente que no puede ni quiere delegar. Hablamos, según cifras que Estados Unidos ha dado a conocer, de un total de 473 operaciones que han causado la muerte de unos 2.500 combatientes enemigos y de entre 64 y 114 civiles. ¿Qué respondes a tus hijas cuando les das un beso antes de acostarte y te preguntan: “¿Qué tal tu día?”. Supongo que se respira hondo y se dice “bien, vida” mientras les das un beso de buenas noches. Qué inmensa soledad.

Es columnista y director de Opinión de El País.

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Trumperías

Estamos ante una operación de propaganda que pasará a la historia del ‘marketing’ político.

/ 11 de junio de 2016 / 03:31

Dibujar un país en declive que necesita un caudillo, contra toda evidencia empírica. Ésa es la mayor genialidad de Donald Trump. Crear una gigantesca mentira, azuzarla de forma histérica y galoparla desenfrenadamente ante el electorado más ignorante. Una operación de propaganda que pasará a la historia del marketing político.

Vamos a hacer América grande otra vez, dice Donald Trump. Como si EEUU estuviera en declive. Un país que con solo el 4,3% de la población mundial representa el 22% del PIB mundial. Que ha salido de la crisis financiera antes que nadie y que tiene una tasa de paro inferior al 5%. Que lidera todos los sectores imaginables de la actividad económica: desde la investigación médica a la nanotecnología, pasando por la innovación militar y espacial. EEUU lidera, además,  dos revoluciones clave: la energética, donde ha logrado la autosuficiencia; y la digital, donde va por delante de todos. Las 10 empresas más grandes del mundo son estadounidenses y su moneda es la reserva que usan todos los países del mundo. Sus universidades no tienen rival. Su idioma se ha impuesto como lengua franca y domina hasta la industria del entretenimiento.
Vamos a hacer que respeten a América, dice Trump. Un país que a pesar de sus colosales errores en política exterior, léase Irak, cuenta con acuerdos de seguridad, aliados y bases militares por todo el planeta, desde Japón a Australia, pasando por Alemania o España. EEUU representa el 50% del gasto militar mundial, más que todos sus rivales juntos. Con 10 portaaviones (China tiene solo uno y en pruebas) patrulla todos los océanos y garantiza los flujos comerciales que alimentan la globalización. Sufrió un atentado colosal en 2001, pero su capacidad de protegerse de subsiguientes ataques es y sigue siendo incomparable.

Vamos a construir un muro con México, dice Trump. Pero EEUU es el país del mundo que mejor y más rápido integra a los inmigrantes y que cuenta con el mercado de trabajo más dinámico y abierto del mundo. Un país con un presidente afroamericano y una identidad tan dúctil que cualquiera puede hacerse americano en cualquier momento. La envidia de cualquiera. Trumperías, tonterías contadas por Trump. Para el diccionario del populismo. 

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