¿Cuál es tu centro?
La Navidad es una oportunidad para soñar juntos un mundo con menos pesadillas
Cuando el país hoy parece más perdido que nunca en los insondables laberintos de la política, y luego de dejar atrás los mensajes bradburianos del Canciller y sus amigos —lógicamente marcianos y jupitenienses—, no conviene hacerse al Papá Noel en tiempos de Navidad. Queda grotesco, casi tanto como sorprender al verdadero Santa en incursiones comerciales de mitad de año. Noche de paz, noche de amor. Din-don-dan, din-don-dan.
A riesgo de simularlo —aunque lo veo difícil con doscientos kilos menos—, pienso en voz alta: ¿habrá en el mundo algo más profundo, hoy, 24 de diciembre, que un niño de tres años apuntando con el dedo al viejo de la barba blanca y la panza ensanchada por el cine, antes de preguntarse concienzudamente: “¿Se ha sacado su gorro de Papá Noel?”. Nadie podría imaginar que ese viejo nos provocará a todos con una contra pregunta: “¿Cuál es tu centro?”. Y más adelante: “¿Dejas de creer en la luna cuando sale el sol?”.
No se refiere al sol de la isla donde hubo fiesta por el solsticio de verano, sin fin del mundo pero con vivificante éxito gracias a los buenos oficios del emprendedor Canciller. En rigor, lo de la luna y el sol se debe a la magia de la Navidad que hoy, como no podía ser de otra manera, recibe una ayudita de la tecnología; en el caso en cuestión, la película El origen de los guardianes, del gigante de la cinematografía DreamWorks.
Eso, en Estados Unidos; y a propósito de cine, algo más aquí, en Sucre, un puñado de luces, como el viejo de la barriga, nos enseñan el camino en medio de la oscuridad. Son los jóvenes de La Linterna, el club de cinéfilos que en coproducción con el Teatro La Cueva primero nos vendan los ojos y después actúan de lazarillos para tomarnos de la mano y llevarnos por unas escaleras al cielo.
En el ‘cine ciego’, al igual que en el de la ‘gran pantalla’ a ojos abiertos, imaginamos; pero aguzamos los sentidos que la vista anula por comodidad. Y entonces, vivimos a pleno el relato que ingresa por los oídos y por las narices —de entrada nos aborda el tufillo de la cocina—, se nos eriza la piel con el ambiente frío de Redención Pampa o la inyección que le colocan al protagonista, en nuestra piel, y más tarde nos mojamos las manos y palpamos unas piedras, todo, por inducción de nuestros lazarillos.
Entretanto, en El origen de los guardianes, decenas de lenguas resultan inútiles a la hora de entender el lenguaje universal de Norte (Santa Claus, el viejo) y sus duendes, elfos y yetis navideños. Ni qué decir con las palabras de arena de Sandy (o Sandman), hacedor de ideas en silencio, mudo repartidor de sueños. O con el hada de los dientes, una especie de Ratón Pérez que no necesita explicarse mucho más allá de su presencia voladora. Así mismo se dejan entender, del lado de los buenos, el conejo de Pascua y de los malos, uno solo, el resentido Sombra (o Pitch), tratando de convertir los sueños en pesadillas.
“Te pido que confíes en mí, vas a estar veinte minutos con los ojos cerrados”, me había dicho mi lazarillo. Más que cerrados, pensaba yo al poco rato, apagados: sin ojos. En veinte minutos, cambió mi percepción: salí del cine ciego sabiendo que el antifaz no había hecho más que incentivarme a ver sin ver.
La Navidad, además de la moderna invitación a comprar regalos y a atragantarnos con la comida más suculenta del mercado, es una gran oportunidad para cerrar los ojos, tomarnos de las manos y soñar juntos un mundo con menos pesadillas. Para volver a ser un poco niños, en definitiva, para vivir emociones mágicas. ¿Cuál es tu centro? ¿Dejas de creer en la luna cuando sale el sol?
Es periodista y escritor.