La manifestación de Moisés sacando a los judíos de Egipto no pudo haber complacido al faraón. La del gladiador Espártaco, tampoco a la República Romana. Ni tampoco la de la segunda mitad del siglo XVIII en Londres, cuando unas 50 mil personas tomaron la calle agitando la bandera negra contra una ley que los sumía en la miseria, y arrojaron adoquines contra los ventanales de la casa del duque de Bedford porque se oponía a cambiar la ley. La manifestación no fue del gusto del Gobierno y menos aún cuando fue seguida de huelgas y movimientos con participación de todas las categorías de trabajadores, ya fueran sastres, marinos y sombrereros, hasta que esta y otras leyes injustas fueron abrogadas. En Stuttgart, de 1995 a 2010, los habitantes se manifestaron enérgicamente contra el trazado absurdo de una línea ferroviaria hasta que el Gobierno les dio la razón.

Es que los Gobiernos son duros de oídos. En Atenas, la Ekklesía se reunía tres o cuatro veces por mes durante el año griego para debatir leyes y reformas. Sobre unos 40 mil ciudadanos, cinco o seis mil participaban regularmente mediante una indemnización por el tiempo sustraído al trabajo. Democracia perfectible si bien participativa.

¿Y hoy? Según las cifras de la Prefectura de Policía, hubo 3.655 manifestaciones en Francia en 2011, o sea un aumento del 25% con respecto a 2010, de las que 1.839 tuvieron algo que ver con conflictos iniciados en el extranjero: Túnez, Libia, Egipto. Las demás estuvieron relacionadas con los indocumentados, los sin techo, la escuela, la pérdida de poder adquisitivo… Más de cuatro millones de personas ya han desfilado desde primeros del año por las calzadas de París y sus alrededores. En España se ha protestado contra el Papa, la escuela, los recortes, los desahucios… y los indignados han hecho escuela en el mundo entero. El movimiento Occupy Wall Street de mayo de 2012 ha sido algo nuevo por la claridad de sus objetivos y también por su intransigencia en no querer negociar con un poder que consideran sin legitimidad. En América Latina, las caceroladas de las clases medias y ricas han protestado contra la disminución de su tren de vida. De un signo u otro, las manifestaciones no nacen por generación espontánea. Son testimonios de una situación extrema, insostenible, y de la inexistencia o de la ruptura de un diálogo.

“La cólera es una respuesta perfectamente racional hoy a la violencia de la geopolítica; al chantaje de los mercados financieros, cuya cínicas e incompetentes especulaciones minan la economía y llevan a los productores a la hambruna; a las Administraciones autoritarias, que se burlan del debate democrático e imponen sus decisiones desde arriba; a los dogmatismos reaccionarios y asesinos, tanto islámicos como cristianos”, escribe Hans Geisser en Sapere Aude, publicado recientemente en Alemania. Agreguemos a ello la codicia de una clase social que se beneficia hasta de una crisis de la que cabe preguntarse si su finalidad no será esclavizar a los ciudadanos, aplastándolos con el pago de una deuda que ellos nunca solicitaron. “¡Vivimos una época en la que el propio Goethe se habría encaramado sobre las barricadas!”, dijo hace poco John Le Carré en Weimar.

Para impedir drásticamente la intromisión intempestiva en la vida política de personas que no deberían sino ocuparse de sus propios asuntos, y mejor que la represión que complica las cosas, existe todavía la solución de Bertolt Brecht: “Sería probablemente más fácil disolver el pueblo y elegir otro”.