No es desconocido que la economía china se perfila como una potencia mundial, con base en la disciplina de su gente, el tamaño de su población, un régimen autoritario que prohíbe huelgas y paros y una crisis de los países desarrollados que favorece a su expansión; pero tampoco es desconocido que esa economía se constituyó como tal con base en un patrón de acumulación por desposesión. Pero a diferencia de David Harvey, quien identifica a dicho patrón como la base de la expansión neoliberal, esa desposesión consiste en atentar contra la propiedad intelectual de gran parte de las industrias del mundo, mediante el plagio y la copia de mala calidad, factores que han contribuido a que China se haga cargo de más de la mitad de la producción mundial, según informes del Banco Mundial.

De ahí que los mercados del mundo se encuentren abarrotados de productos chinos, desde baratijas hasta tecnología y maquinaria de marcas distorsionadas. Debido a su bajo precio, los compradores se ven tentados a adquirir aparatos de marca Sonia, en vez de Sony; desodorantes Roxana, en vez de Rexona; tenis Adaidas, en vez de Adidas; incluso Mentisan hecho en China. Hace poco, Apple denunció la instalación de tiendas con su marca, pero con productos chinos y en un nivel más doméstico, en las fiestas patrias, en México, suelen abundar las banderas tricolores “made in China”.

Quizá por ello, en el lenguaje popular existen dichos que aluden a lo chino como algo engañoso; así, al momento de establecerse una transacción se advierte que “no se vale pagar a lo chino” y la propia expresión “cuento chino” refiere un embuste, según la Real Academia de la Lengua Española. Con ese título, un periodista conservador, radicado en Estados Unidos, descarga sus frustraciones contra los gobiernos que denomina populistas.

Sin ir muy lejos, está el caso del Barrio Chino, en La Paz, que representa la contracara de dos mercados de expendio de productos importados de calidad supuestamente garantizada: La Uyustus y la Eloy Salmón. Pero el Barrio Chino no es igual a otros del mundo, un pintoresco lugar repleto de restaurantes chinos, sino un sórdido mercado de adquisición de productos de dudosa procedencia.

Todo esto viene a colación a un anuncio recientemente emitido por la Alcaldía de La Paz, cuyas autoridades, sea por su afán de destronar al partido gobernante o sea por una real preocupación por el problema del autotransporte, comunicaron la compra de 61 buses chinos para arrancar el proyecto del La Paz-Bus (La Razón, 18 de diciembre). Esto sin tomar en cuenta que los autos chinos no superan pruebas de seguridad, ni de emisión de contaminantes, lo que querría decir que debido a los costos de mantenimiento, La Paz se convertiría en el laboratorio experimental de una industria que aún no se ha consolidado.

En cambio, las exitosas experiencias de transporte masivo, como el Expresso Tiradentes, de Brasil; el MIO, de Colombia; el TranSantiago, de Chile; el Metrobus, de México, o el Mi-Bus, de Panamá, se establecieron con más de mil buses nuevos ensamblados en Colombia, de marca Marco Polo, o importados de Suecia, de marca Volvo; estas marcas garantizadas aseguraron de algún modo los altos costos de mantenimiento que supone un proyecto de tal envergadura.

Pero el problema no consiste realmente en defender marcas, por mucho que el discurso de nuestros gobernantes no nos haya llevado a sustraernos de la economía de mercado. El problema radica en los costos que los ciudadanos podrían llegar a pagar por decisiones determinadas más por el afán electoral. Ya tuvimos la penosa experiencia de EMTA, en los años 80, que esa experiencia valga para evitar más cuentos chinos.