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El hombre intranquilo

Algunos popularísimos personajes de ficción han sufrido significativas mutaciones al pasar de la novela al cine. Especialmente notables fueron las de Sherlock Holmes, convertido ya desde un comienzo en personaje de acción y no de reflexión: el inolvidable Basil Rathbone acuñó el físico ideal del gran detective, pero sus aventuras son las de un agente secreto, no las de un investigador cerebral. Hubo que esperar hasta la serie protagonizada por Jeremy Brett para encontrar un trasunto razonablemente fiel de los relatos de Conan Doyle. Las últimas versiones en cine y televisión del gran sabueso son ya puro manierismo, a veces divertidas, pero estrafalarias respecto al original.

Por cierto, ahora se cumplen los primeros 125 años de la publicación de Estudio en escarlata, que no es lo mejor de la saga inmortal —aunque el título es insuperable— pero sí la excelente pieza inaugural. Debolsillo acaba de conmemorarlo sacando una buena edición en tapa dura (traducción de Esther Tusquets), con la portada original e ilustraciones de la época para ambientar el texto.

En cambio, la serie cinematográfica de James Bond es mucho más fiel a los relatos originales de Ian Fleming, pese a que últimamente parece seguir el camino inverso a las adaptaciones de Holmes: en Skyfall el héroe de acción, sin dejar de serlo, se hace menos vertiginoso y más agónico. El director Sam Mendes es consciente de que Bond, James Bond, no envejece y, sin embargo, los fans de sus aventuras sí y ensombrece al personaje para que sigan pudiendo disfrutarlo sin puerilidad, lo cual es de agradecer… aunque en el fondo sea un poco humillante.

James Bond nunca había sido antes reflexivo en la pantalla ni apenas en los libros: héroe profesionalmente intranquilo y acelerado, sin sosiego, rapidísimo por tierra mar y aire, apenas tiene tiempo para degustar el champán que elige con erudición de suplemento gastronómico y ya debe volver a salir corriendo. Hablando de correr, a la chica a veces se la liquidan en la cama, sin tiempo de pasar por el bidé. Abroquelado tras su licencia para matar, es desde luego un ejecutor —un verdugo— pero también un ejecutivo, alguien que tiene prisa.

En su origen fílmico, a comienzos de los años sesenta del pasado siglo, James Bond supuso una notable revolución moral entre los protagonistas aventureros: es obediente con los superiores y cínico con todos los demás, brutal bajo su refinamiento, promiscuo y sin perplejidades éticas. Un héroe envidiable, pero antirromántico, despreocupadamente inmoral y con todo simpático. Su única cualidad positiva es la eficacia y su capacidad de sobreponerse a las dificultades más angustiosas, gracias a su entrenamiento físico y a la ayuda que le prestan artilugios tecnológicos exclusivos (hoy, cualquiera de nosotros los puede comprar mejores en la tienda de la esquina).