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¡A mí no me… nadies!

Pasa todos los días en las carreteras: un autobús enorme intenta adelantar al camión que circula a una velocidad menor delante suyo. El conductor hace una peligrosa maniobra en medio de una curva, invade el carril contrario y fuerza al vehículo que viene en dirección contraria a frenar violentamente y desviar el curso del volante, a veces con suerte, a veces trágicamente.

La actitud del chofer de ese bus es siempre la misma: “Yo tengo prisa, yo llevo pasajeros, yo estoy en el vehículo más grande, yo llevo años haciendo este viaje casi a diario. Por tanto: a mí no me… nadies”, (los puntos suspensivos aquí pueden ser llenados con varias palabras y sus respectivas interpretaciones: retrasa / atemoriza / supera / importa la vida de).

Sucede también todos los días: un minibús que hace su recorrido por la ciudad. El conductor se detiene repentinamente en un punto x entre el centro de la ciudad y su parada, y anuncia que hasta allí nomás va a llegar y se va a dar la vuelta. Los pasajeros deben entonces bajarse del minibús y buscar otra forma de llegar hasta la zona alejada donde pretendían transportarse. La justificación del chofer en este caso es: “Hay más pasajeros en el centro. Si llevo a estos cinco hasta la parada final pierdo plata. Yo también tengo que comer. Yo también tengo familia. Así que: A mí no me… nadies. (controla / mandonea / detiene / importa el bienestar de)

Y lo estamos viendo también estas semanas en el conflicto anual entre sindicatos de transportistas y el Gobierno municipal, o el Gobierno nacional o cualquier otra autoridad legal o moral que pretenda que el transporte público no sea una amenaza mortal para sus usuarios o un sacrificio cotidiano de la dignidad y la economía.

Ante la mínima sugerencia de control en el cumplimiento de rutas, en el respeto a las normas de tránsito, en la solvencia de los conductores, en la calidad del servicio, en la seguridad de los vehículos, la respuesta es siempre la misma: amenazas, bloqueos, chicotazos, abusos, victimizaciones, paros. Es decir: un “A mí no me… nadies” brutal, colectivo, irracional, general, indefinido y hasta las últimas consecuencias. Llene usted aquí los puntos suspensivos con la palabra que yo tendría que usar, pero el respeto a la palabra impresa me lo impide.