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Entre ekekos y pucheros

La feria de Alasita, cada enero en La Paz, extendida luego a lo largo del año en otras ciudades del país, tiene, como bien cuentan Lupe Andrade y Rita del Solar, la ilusión como principal moneda, porque “las transacciones se hacen en esperanzas”. En esta época, junto con las miniaturas, en las calles tomadas por la feria están los juegos de azar y, cómo no, la comida. Campean los choclos con queso, los pasteles con api y las frutas acarameladas. Cada fruto un estallido de color, cada sabor, la reminiscencia de la infancia.

No terminamos de despedir al mes de enero, y con él al mestizo colorado, gordo y glotón del Ekeko, cuando el Carnaval se lanza desde el almanaque. Con la fiesta “de las carnes” llega el puchero, donde danzan su baile hirviente los productos de la temporada. Por eso cada región tiene su propia mezcla: con duraznos y membrillos en el valle, con chuño y oca en el altiplano, con plátanos y yuca en el oriente. Mi madre decía que una buena receta de puchero debía tener 30 ingredientes, así es que, con mis hermanos, cuando fallaba la variedad en la cocina, le aumentábamos pedacitos de hoja de cualquier árbol del patio. Y nunca le hizo daño a nadie.

El calendario festivo en Bolivia tiene, al mismo tiempo, sus personajes, ritos, su propia música y comidas especiales. En la variedad está el gusto, dicen. Sin embargo, desde los discursos seguimos detrás de la “unicidad”. La búsqueda del mundo perfecto, sin fisuras, sin tensiones ni conflictos, incluso sin diferencias, es una de las carreras más largas e infructuosas de la Historia de la humanidad. Se trata de un anhelo que lleva una infinita variedad de nombres, según distintas épocas y culturas: Un mundo feliz, la ciudad de la alegría, la tierra sin mal, el paraíso perdido, la tierra de nunca jamás, la ciudad de Dios y muchos, muchísimos nombres más.

En la mayoría de esos diseños elusivos está bien plantada la idea de la igualdad de los seres humanos. La anulación de las diferencias en mundos perfectos, en los que no haya afanes terrenales como el trabajo, el sudor de la frente o la envidia. Según de qué religión provengan esos universos imaginarios, algunos son paralelos y transcurren en una especie de doble dimensión con los avatares de la vida aquí en la tierra; otros transcurren en el cielo entre oraciones y en otros el tiempo discurre entre placeres más bien terrenales.

Llama la atención que varias de esas figuraciones remiten a la idea de un mundo primigenio, incontaminado por los seres humanos, salvaje, único en un imposible tiempo estático. Supongo que por eso la iconografía jurásica tiene tanto éxito, y millones de personas, principalmente niños y adolescentes, se pasman ante cráteres monumentales lanzando bocanadas de fuego o ante los gigantescos remolinos provocados por monstruos antediluvianos que emergen desde el fondo de las aguas. Y cuando la fantasía se diluye en el momento catártico de la sorpresa y el terror, volvemos a nuestra vida de cada día, a seguir contaminando ese mundo real del que, al menos en teoría, queremos escapar.

Si en el calendario transitamos con tanta alegría y familiaridad entre esas mezclas, producto de nuestra historia, ¿por qué el discurso político insiste en la fantasía de la reconstrucción de lo incontaminado? ¿Acaso mirar atrás nos salva de enfrentar los desafíos del presente?