Icono del sitio La Razón

Diez años sin Monterroso

Ya es un lugar común sostener que el escritor guatemalteco Augusto Monterroso es el autor del cuento más corto del mundo: “—Envejezco mal— dijo; y se murió”. El título de tan extraño relato es Nulla dies sine línea, en homenaje a Plinio el Viejo que, como el buen Augusto, no pasaba un solo día sin hacer una línea. Aunque sea para sobreponerla a otra del día anterior. Aunque sea para no envejecer.

Monterroso escribió también un cuento llamado El Dinosaurio, pero como es muy largo (tiene siete palabras), poco conocido y peor citado, dejémoslo para los insomnes y los especialistas, aunque lo confundan con la Declaración de Principios del PRI. Igual sus variaciones seguirán siendo innúmeras, como sus distorsiones: Vargas Llosa convirtió al dinosaurio en unicornio, y Carlos Fuentes lo confundió con un cocodrilo.

Pero Tito, como le decían sus amigos, no sólo escribió cuentos más o menos irónicos y breves. Fue asimismo un prolífico ensayista. No es casual que el prestigioso The Oxford Book of Latin American Essays registre en sus páginas este ensayo monterrosiano: “Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”. Hermoso ensayo. Fecundidad, se llama. Y admite suplantaciones: hoy me siento bien, un Monterroso, estoy ter-mi-nan…

Augusto también nos regaló novela. Un mosaico imprescindible para entender América Latina. Porque si como aseguran los epistemólogos del Sur Macondo es el microcosmos de la región y Luvina su purgatorio, San Blas, San Blas, S.B. es su plaza pública. Y es que “el hombre no se conforma con ser el animal más estúpido de la creación; encima se permite el lujo de ser el único ridículo”. Lo demás es silencio.

Además nos dejó muchas fábulas, bendito M, escritas entre jaula y jaula del zoológico de Chapultepec. “Hubo una vez un rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho”. ¿Les parece divertido? Algunos críticos insisten en que Augusto escribía con humor y que sus ovejas negras provocan divertimento. Por mi parte juro que en sus páginas encontré mucha (antología de) tristeza.

Y memorias, entrevistas, parcelas de su diario, y misceláneas, letras E, movimientos perpetuos, y nuevos cuentos, otros ensayos. La producción literaria de este gigante (tenía casi la estatura del cronopio Cortázar) es tan fecunda y nutritiva que uno puede pasarse la vida leyéndolo.

Releyendo, más bien. Y es que en algunos fragmentos de Monterroso, como en los clásicos que tanto cortejó, se puede encontrar más sabiduría que en algunas, prescindibles, obras completas.

Me olvidaba. Creador completo como era, Tito también nos legó espléndidos dibujos. Sus autorretratos, en especial, y sus mosquitos, en particular, son de una elocuencia difícil de lograr. No quiero ser vanidoso pero tengo en mi poder la ampliación de una de sus mejores obras: la vaca, que hice enmarcar y ahora pasta en mis paredes, melancólica, con “todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha”.

Debo al amigo Jesús Urzagasti el enorme placer de haber conocido la obra de este maestro de las letras. Fue hace muchos años y desde entonces no lo he abandonado. Entonces supe que Monterroso había estado en Bolivia entre 1953 y 1954 como diplomático del gobierno revolucionario de Arbenz. Pero se trató sólo un desliz, digamos un tropiezo, pues lo que en verdad sabía y le gustaba era leer. Y escribir. Mejor todavía: tachar.

Augusto partió hace diez años, en México, su segunda patria. Todavía conservo en la memoria el pequeño dinosaurio verde que alguien puso encima de su féretro. A veces pienso que ese dinosaurio es el celoso guardián de las miles de historias que M tenía para contarnos y, hasta el final, inteligente como era, se negó a publicar. Queremos tanto a Monterroso.