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Dime lo que lees y te diré los puntos que calzas

Tengo la costumbre de dar un vistazo matinal a las ediciones digitales de los periódicos extranjeros que gozan de mayor confianza.

Naturalmente, tengo que resignarme a leer los escritos en el lenguaje del que tenga alguna noción.

Una vez que declaré mi confesión, voy por otra. Desde hace unos pocos años, no deja de sorprenderme la gran cantidad de informaciones sobre hechos delictivos. Asesinatos, asaltos por encapuchados a mano armada, violaciones, tráfico de personas y de estupefacientes, lavado de dinero, fraudes multimillonarios, y otras mil formas delictivas de todo pelaje. Al fin de cuentas, corrupción. ¡Ya encontré la palabra que andaba buscando!
Entre los muchos casos que se vienen dando en el clima delictivo, y que todos conocemos, tal vez el episodio de las barcazas chinas sea uno de los más extravagantes. En esta operación fallida se fueron al agua muchos millones de dólares.

Ya nada nos sorprende. Lo que ocurre es que los últimos escandalazos de los extorsionadores nos parecen inéditos, cuando la verdad es que siempre han ocurrido.

¿Es que en la sociedad de nuestros tiempos se delinque más que en el pasado? Lo que ocurre es que antes los medios informativos no tenían la amplia difusión que tienen ahora, justo cuando se multiplican los medios electrónicos y las redes sociales, que difunden en un instante miles y millones de informaciones y comentarios que llegan a otros millones de destinatarios.

Al escribir estos comentarios, de ninguna manera apoyaría una prensa mojigata que se guardara en su buche las noticias más controvertidas que sean de interés público. Esos silencios serían una denuncia implícita de desconfianza en el público lector, radioescucha, televidente o tuitero que son capaces de asimilar el condimento noticioso que se les sirva. Y saben distinguir lo verdadero de lo falso, lo auténtico y lo camuflado,
Mi filípica no ha terminado. Lamento que en variados medios de comunicación social se permitan expresiones soeces. La vieja costumbre los evitaba, sea escribiendo los sinónimos considerados decentes, sea indicando la palabrota con sólo la inicial. Y el público ilustrado sabría cuál era el sentido originario de la palabra simulada.

En fin, llegamos a la conclusión de que cada uno es dueño de lo que quiere leer, oír o ver. No se trata pues de establecer un sistema de censura previa. Aquí podría aplicarse la sentencia de “dime lo que lees y te diré los puntos que calzas”.