Olga y Severo
Fue mi primera embriaguez de sol y alegría. Cómo no iba a serlo, si ellos eran mis abuelos.
A las seis de la mañana, Severo, envuelto en su manta de vicuña, armaba las sartas de cohetillos en latas y ollas fuera de combate por su prolongado uso, y desafiaba la kamanchaca de febrero, que subía al cielo para evaporarse inmediatamente. Confundida con los efluvios de la cocina, estaba Olga —desde muy temprano— convocando olores, ajíes y sabores, que empezaban a surtir su embriagador efecto entre los nietos que despertaban trabajosamente, pero con un ímpetu que inflaba sus pequeños cuerpos. Sobre todo un morenito, con los cabellos de monte k’uchi, hacía la fila temprano, con su plato de porcelana china, para ser el primero en recibir su ración de fricasé. La ventaja era que, a esa hora, podía solicitarle a Olga que removiera desde el fondo el kho’nchu de la enorme olla, en la que estaban asentados el súmmum de los sabores del ají amarillo de Padilla, con la marraqueta dura y molida, el ajo suavizado por la hierbabuena y la carne pulverizada por el hervor madrugador.
El primer bocado era con vapor y lágrimas del picante, luego era la gloria, porque coincidían con la artillería coheteril que Severo había provocado, desatando los ladridos saltarines de los perros y la llegada de Rivera Unzueta a la casa. El ritmo del acordeón y la batería sazonaban aún más el guiso, y el chuño de Araca semejaba un ónix que el hirsuto niño sacaba del plato para mostrárselo al sol y darle un mordisco, entrecerrando sus ojillos con rotundo placer. Los ajíes empezaban a enloquecer las papilas y era menester aplacar con un sorbo de papaya Salvietti, en tanto los adultos lo hacían con cerveza. Las serpentinas, globos, mixtura y lentejas doradas y puñados de confeti magenta y blanco eran arrojados a los techos y la ch’alla invadía todo el barrio. Después de cumplir su rol, Olga desaparecía, y luego de una hora, ingresaba a la terraza. Triunfal, como una aparición, descendía las gradas, alta, con manta blanca, con rosas bordadas en un tono marfil, pollera rosa, sombrero gris perla y sus ojos joveros de chola cochabambina con lujo ch’ukuta. Era un gran confite y dejaba embobado al negrito, que dejaba de comer para ver la aparición. Detrás de ella, Severo, mok’o él, con sombrero enbarquillado y terno a rayas, azul marino con líneas blancas casi imperceptibles, desafiaba la primera cueca. —Para ser ministro, debes bailar bien la cueca—. Le decía apuntándole con su dedo al negrito.
Éste observaba cómo Olga y Severo se deslizaban por la terraza, y las manos ágiles hacían revolotear los pañuelos de seda en el zapateo. Las caras rubicundas y felices de los invitados y de los que iban llegando, arrojando mixtura y rodeando los cuellos enjoyados y encorbatados, con serpentinas multicolores enloquecían de felicidad a los niños. En la tarde llegaba el lechón en batea, con los cueritos crujientes, rodeado de papas, ocas con cáscaras doradas y una ensalada que semejaba una selva, Severo, presa del frenesí, mandaba a los niños a comprar más cerveza y singani para hacer el cóctel de tumbo. Era la oportunidad para “matar el cambio” y luego, con las ganancias, pararse junto al batán para ver que Trucuta, la fiel ayudante de Olga, moliera la llajua según sus instrucciones: hacerle la paja a los locotos verdes y no a los rojos, sacarle las chiras del centro, escoger los tomates alargados y dulces, poner poca sal y ajo, triturar la wacataya con los dedos, al final. Para empezar el rito, tomar de la piedra en forma de bote con ambas manos, abrir las piernas para no perder el ritmo, en tanto con la wislla de madera, un poco quemada, ir recogiendo a un costado de la piedra grande cada vez que se aleja lo triturado con la piedra, y volver a colocar al centro para volver a moler hembra–macho-hembra-macho.
Fue mi primera embriaguez de sol y alegría, todos enloquecidos de vida. Cómo no iba a serlo, si ellos eran mis abuelos y era carnaval.