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Carnaval de hipocresías

Me vale un pepino: yo, tomo. No importa si hago daño o me lo hacen a mí, si me roban un par de lentes o un mar. Yo, tomo, ¡qué caray! Me emborracho, atropello, choco, me mato y mato a los demás. Si sobrevivo, golpeo. Al vecino, al amigo. A mi esposa, a mis hijos. ¿Culpable yo? ¡Pero si estaba tomado! Yo, tomo. Y hasta morir. Es que, me vale un pepino… De pepinos y otras ensaladas (de nabos, por ejemplo) están hechos, también, los carnavales, la mejor muestra de lo que somos.

Tomar hasta más no poder. Tomar por “compartir”, porque la cultura dice que hay que tomar. Tomar por tomar… ¿En qué momento perdimos la brújula? Yo creo que cuando se volvió obligatorio recuperar tradiciones y costumbres con la tácita condición de no pensar. Si el Carnaval va a sostenerse con la venta de cerveza, ¿no sería menos farsante evitar las leyes que contradigan la necesidad de honrar compromisos comerciales? ¡Habrase visto torpeza mayor que la exposición pública de la incapacidad propia con el montaje de carteles prohibitorios de lo que se infringe a 20 metros!

Para pruebas, las imágenes de Bolivia TV, el canal del Estado: “La Ley 259 prohíbe la comercialización y consumo de bebidas alcohólicas en vía pública”. Esa advertencia estuvo todo el tiempo incrustada dentro de una publicidad de la cerveza que auspicia los carnavales, en la Avenida Cívica, de Oruro. Y para mayor burla y espectáculo, cientos de policías, a tono con la ocasión, bien pintados a lo largo del recorrido de los bailarines. Pasemos por alto a la periodista que, seguramente aturdida por las bandas, echaba a rodar su bagaje profesional consultando en la tribuna: “¿Qué le parece este ‘impresionante’ Carnaval?”. Tan poco nos cuesta hacer el ridículo en vivo y en directo…

Cuando las palabras no importan, reina la impunidad. Si el Carnaval (y aquí me refiero a la celebración en sí, en las entradas folklóricas y en las calles del país) va a ser sinónimo de alcohol, de rienda suelta, sin límites, lo mejor sería aceptarlo como tal. Eso que los antropólogos llaman elegantemente “sincretismo” no es más que la práctica de la incoherencia por principio. Los ejemplos abundan pero, en el caso en cuestión, siendo el Carnaval un culto al dios Momo, donde el diablo mete la cola, nos rendimos a los pies de la Mamita del Socavón. Aquí entre amigos de los subterfugios, déjenme denominar al nuestro: “país de contrastes”. Será, pues, parte del atractivo turístico  —‘sólo para gringos’— resumido magníficamente en la leyenda: “unidad en la diversidad”.

Fuera de toda chanza, quiero salvar de este comentario a los bailarines, al público y en general a los que, sin perjuicio de su autoestima y de la integridad del resto, participan directa o indirectamente en entradas como la de Oruro, con justicia declarada Patrimonio Intangible de la Humanidad. También a los que danzan, ya no en el marco de un recorrido fijo, respetando el orden público; aunque me parece que estos son los menos. Quiero a la vez ser enfático en esto. Si los carnavales no tendrán sentido fuera del consumo de alcohol, o si la exaltación de la fiesta sólo encontrará cimiento en la romántica querencia de lo nuestro, soslayando cualquier otra consideración moral y social (“yo tomo y el resto me vale un pepino”), admitámoslo de una vez. Sincerémonos.

Si vamos a seguir satisfechos con que nuestras calles se conviertan en “alcoholódromos” y nuestros hijos salten en comparsas denominadas Golpes (por citar un ejemplo real: en las poleras de sus miembros un Increíble Hulk aporreaba “simpáticamente” a un diminuto ser humano), ¡adelante!, ¡más agua y mucha más cerveza! Pero después no nos golpeemos el pecho con los feminicidios y otras barbaries.