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Cuerpos secuestrados

Muerta —dijo— esa mujer es todavía más peligrosa que cuando estaba viva. El tirano lo sabía y por eso la dejó aquí, para que nos enferme a todos. En cualquier tugurio aparecen fotos de ella. Los ignorantes la veneran como a una santa. Creen que puede resucitar el día menos pensado y convertir a la Argentina en una dictadura de mendigos. (…) Cada vez que en este país hay un cadáver de por medio, la Historia se vuelve loca. Ocúpese de esa mujer coronel. Desaparézcala, acábela. Conviértala en una muerta como cualquier otra”. (Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez). 

Hay gente más peligrosa muerta que viva. Con ritmo de realismo mágico, Martínez cuenta, en una trepidante narración, la historia inverosímil y, sin embargo, cierta y documentada, del deambular del cadáver de Eva Duarte de Perón, quien murió en 1952. Por sí misma y por las vicisitudes de su vida, esta heroína de la historia argentina pasó a la tradición, pero también pasó a la inmortalidad en 1956, cuando su cadáver fue secuestrado. La muerta convertida en icono volvió a la Argentina después de 17 años de exilio.

En Argentina, también, desaparecieron en 1987, robadas, las manos del general Juan Domingo Perón. Mucho antes, en 1841, ese país enterró y desenterró a Juan Lavalle, que fue considerado  primero prócer y luego proscrito. ¡A veces tres letras bastan para cambiar un lugar en la Historia!
En Colombia, el movimiento guerrillero 19 de Abril (M-19) en 1974 robó la espada de Bolívar (tratándose de este personaje, su espada era parte de su cuerpo) y la devolvió 17 años después.

En Bolivia, las manos de Ernesto Guevara, el Che, tuvieron su propio peregrinaje entre 1968 y 1970, cuando por fin recalaron en La Habana. Treinta años después, un equipo mixto de forenses cubanos y militares bolivianos excavó durante meses el terreno del aeropuerto en la población de Vallegrande buscando el cadáver de Guevara. En un convento del municipio de Tarata se puede ver (y rezarle y hacerle peticiones, ya que es muy cumplidor, según dicen) la calavera de Mariano Melgarejo, quien fuera presidente de facto del país de 1864 a 1871.  
En la historia de nuestros países andan y desandan cadáveres insepultos, secuestrados, enterrados, desenterrados y vueltos a enterrar. Hay cadáveres tristes que deambulan por los rincones de la Historia, y hay otros que se mueven triunfales ocupando los primeros planos de las fotos épicas que plagan nuestros imaginarios. No sólo se trata de actos físicos. Podemos decir “enterrar”, pero no estamos hablando de tierra necesariamente, sino de papeles, de imágenes, de recuerdos y de olvidos; en fin, de infinitas memorias.

A veces pareciera que es más importante para el recuerdo de la Historia ser un cadáver o un cuerpo insepulto que seguir entre los vivos. Cosa que no entienden los caudillos, porque no creen en la vida después de la muerte, aunque crean en la vida eterna. Algo en lo que también creen sus sucesores, sus admiradores y sus enemigos, para quienes el recuerdo de los que en su momento tuvieron el poder de mandar, de ser obedecidos sin chistar o haber sido personas extraordinarias, puede convertirse en un peso inaguantable o en un valor conquistable, transferible o asumible. Quizá por eso hay tantos fantasmas en la Historia, incluso gobernando.