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Literarios

El cierre o transformación paulatina de los espacios que hasta no hace mucho tenía la reflexión, la creación y el comentario literarios en la prensa paceña, nos hace pensar en el empobrecimiento severo del periodismo hoy. Es cierto que algunos de los suplementos murieron junto con los periódicos en que existían; pero otros sufrieron, con la reconcepción periodística, una especie de dispersión empobrecedora, y los demás fueron suprimidos porque lo primero desechable son las letras. Mi desazón será para muchos sólo comprensible si observan a vuelo de pájaro lo que son los espacios para la literatura en la prensa de países vecinos, nada más. La desazón puede convertirse en depresión profunda si se animan a ir más allá.

Las razones de la venida a menos de los espacios literarios pueden ser muchas. Yo imagino que una tiene que ver con la “reingeniería” periodística en tiempos neoliberales, a partir de la cual se repiensa al lector como lector apurado, ocupado, en busca de información rápida, eficaz y algo de entretenimiento. Claro, difícilmente puede éste ser un lector interesado en una sesuda e inteligente reflexión sobre temas literarios. Pero no se puede descartar que sea avispado, algo culto, por lo cual se le debe dar algunas pastillas de sesudez —no muy densas, por favor, pues se puede atragantar—, las que vienen entonces intercaladas con noticias sobre farándula, cine (de Hollywood) y curiosidades mundiales. Este nuevo lector es sobre todas las cosas consumidor y debe tener noticias del acontecer literario para, entre otras cosas y tal vez, comprar un libro.

Otra razón posible de la devaluación general de los saberes literarios son estos tiempos de repensamiento de la cultura como lo ancestral, lo oral, lo autóctono. Esto —en verdad— no ha tocado para nada el tema periodístico, porque estos elementos, si bien han empezado a cundir como noticia, conviven muy bien con las pastillas literarias, pues la prensa sabe que el lector de periódicos en términos generales es el lector arriba descrito (y deseado) y no aquel supuesto hombre nuevo del cambio que jamás apareció y el que hubiera seguramente exigido otro tipo de comunicación social…

Una otra y más triste razón es la simple flojera, la mediocridad y el facilismo. ¿Para qué rajarse (dirá algún administrador de periódico, algún dueño o contador, algún proyectista de espacios comunicativos) si lo que queremos es que la gente se quede así como está: medio ignorante, medio informada, medio reflexiva y nada más? Porque, ¿qué es lo que finalmente quiere la gente —pensarán— sino una simpática (y breve) entrevista con el último premiado, una notita agradable sobre el último concurso infantil, una referencia pícara sobre las veleidades poéticas de un conocido señor? Cuanto más apurada, anestesiadamente avispada e indiferente la gente, mejor, ¿no ve?