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‘El valor de los acuerdos políticos’

El valor de los acuerdos políticos sobre la reelección del Presidente están hoy en entredicho

/ 3 de marzo de 2013 / 04:03

En su edición del 7 de octubre de 2005, con el mismo título del presente artículo, La Razón editorializó sobre el valor de los acuerdos políticos que contribuyeron a mantener la estabilidad democrática en el país; la importancia de su correspondencia con la Constitución; la procura de un equilibrio que enriquezca la democracia, el buen entendimiento político y sus límites para la coyuntura y el futuro.

La nota editorial se refería al tema rescatando los alcances de una entrevista periodística que en mi condición de presidente concedí a la red PAT. Expuse entonces algunas ideas en relación con el régimen constitucional y los complejos acuerdos políticos que se forjaron durante mi mandato, para preservar el régimen democrático y garantizar una transición pacífica.

Sostuve entonces que dichos acuerdos, por involucrar valores superiores como el compromiso por la democracia, la renovación de los poderes públicos a través de las urnas y las aspiraciones constitucionales como las autonomías y la asamblea constituyente, merecían ser considerados y aceptados como constitucionales. Destaqué que el Poder Legislativo, como titular del poder constituyente derivado, podía interpretar y modificar la Constitución a través de la interpretación auténtica y los procedimientos de su reforma parcial. Los acuerdos políticos precedieron y legitimaron la actuación legislativa y el proceso político pudo avanzar en un marco de indiscutible constitucionalidad.

Estos antecedentes pueden ser útiles para el debate abierto sobre la reelección del Presidente y Vicepresidente del Estado, y que también ha sido objeto de una consulta pendiente ante el Tribunal Constitucional Plurinacional. Sin embargo, el escenario institucional es significativamente distinto al que imperaba en 2005, particularmente en materia de reforma constitucional y los alcances de su interpretación. La nueva Constitución, vigente desde 2009, ha eliminado las atribuciones del Órgano Legislativo como poder constituyente derivado, y ha restringido al Tribunal Constitucional la función interpretativa de la Constitución, que debe consultar con preferencia la voluntad del constituyente y el tenor literal del texto. Pero, paralelamente, la Constitución ha vigorizado la democracia directa y participativa por medio del referendo, la iniciativa legislativa ciudadana y la revocatoria del mandato. Es especialmente significativa la disposición que señala que la reforma parcial de la Constitución corresponde a esta modalidad participativa, de iniciativa popular, y que debe conducirse a través un procedimiento legislativo que concluye con un referendo aprobatorio.

Hace más de un año expresé a un medio escrito mi criterio en relación a la inviabilidad de la tercera reelección del presidente Morales, por la claridad de la disposición constitucional que restringe el mandato presidencial a dos periodos, y la precisión de la disposición transitoria para el cómputo del primer periodo, ambas consagrando el valor de la alternabilidad dispuesta para todas las autoridades de los órganos de poder público. Hoy afirmo esta posición, pero también advierto que, por la naturaleza y los elementos que rodean la controversia, parece indispensable que el Tribunal Constitucional Plurinacional y los actores políticos concernidos que alientan la controversia valoren el nuevo orden constitucional, que privilegia la democracia directa y los procedimientos establecidos para la reforma parcial de la Constitución. 

El valor de los acuerdos políticos sobre la reelección del Presidente están en entredicho, hoy la Constitución dispone que sólo la voluntad ciudadana expresada en su poder constituyente directo y participativo puede zanjar con legitimidad estas diferencias.     

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Desamparo constitucional

Se planteó la urgencia de definir si el Tribunal Constitucional ejercía el control ‘concentrado’ o ‘difuso’ de la Constitución

Eduardo Rodríguez Veltzé

/ 23 de enero de 2024 / 07:17

Tal es el desamparo constitucional de los bolivianos que hoy, próximos a celebrar los 15 años de la aprobación de la “nueva” Constitución Política del Estado, el tribunal encargado de velar por la supremacía de la ley fundamental, el TCP, lleva semanas de haber cesado en funciones por cumplimiento del término de su mandato y todavía no tenemos certeza sobre la oportunidad de su renovación. Curiosamente tiene como vocero a un ministro del Ejecutivo, el de “Justicia”, que asumió la facultad de intérprete oficioso de la Constitución, las sentencias y declaraciones emitidas por el TCP durante los últimos días en funciones, cuando no, justificando su ilegal “autoprórroga” que provocó el masivo repudio ciudadano.

Lamentablemente esta falencia institucional no es nueva, es otro episodio de la desatención de los órganos de poder público a la función judicial, un mal que transitó de la colonia a la naciente República y que el Estado Plurinacional, casi bicentenario, todavía no acaba de reparar.

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Tampoco es casual que sea el Constitucional el tribunal responsable de generar la última crisis. Hace ya varios años se planteó la necesidad de revisar los alcances del control judicial de la constitucionalidad incorporado a través de las iniciativas de reforma judicial a mediados de los años 90, inspiradas también por la cooperación española que llegó a la región promoviendo la creación de Tribunales Constitucionales, Consejos de la Judicatura y Defensorías del Pueblo.

Bolivia las adoptó y se preservaron en la última Constitución con algunos ajustes, aunque no los suficientes para contar un modelo de control de constitucionalidad propio, bien definido y que corresponda a la naturaleza del Estado, la voluntad constituyente y la realización de la justicia. Desde su origen se advirtió que estos tribunales no podían tener las mismas características y atribuciones que aquellos en países europeos con sociedades cultural y étnicamente homogéneas y con una larga tradición institucional ajustada por dos grandes guerras. Cuando se iniciaron las labores del Tribunal Constitucional en Bolivia se comenzó a discutir la importancia de un “poder constituyente” más representativo y democrático para reformar el orden constitucional, un orden que sería el objeto central y referente obligatorio del control judicial encomendado al tribunal.

Aun antes de convocada y celebrada la Asamblea Constituyente, se planteó la urgencia de definir si el Tribunal Constitucional ejercía el control “concentrado” o “difuso” de la Constitución. El primero, siguiendo los modelos europeos como su “único, supremo y último” intérprete y el segundo, más bien compartido con el Congreso que también tenía atribuciones interpretativas a través de leyes especiales y con el resto de la judicatura, servidores públicos y ciudadanía que debían aplicarla con preferencia al resto del orden normativo. Esta definición resultaba imprescindible frente a los debates sobre si todas o solo algunas de sus decisiones tenían carácter obligatorio y vinculante en materia de controversias judiciales o actos administrativos que comenzaron a utilizar los procedimientos constitucionales como otra instancia recursiva o de interpretación so pretexto de que se trataba de la única y última autoridad que podría definir cualquier controversia. Paralelamente surgía la constatación de la legitimidad y utilidad de las atribuciones interpretativas del Congreso, que fueron aplicadas en 2005 para viabilizar la transición democrática y en 2008 para concluir el proceso constituyente.

No era ni es un tema menor, incumbe a cómo los ciudadanos y los órganos de poder público deben honrar el deber de conocer, respetar y hacer respetar la Constitución, norma “suprema” del ordenamiento jurídico con primacía sobre cualquier otra disposición y cómo todos pueden contribuir a garantizar la seguridad jurídica dentro un orden democrático. Desafortunadamente se mal adaptó un modelo de control judicial de constitucionalidad cuasi “concentrado”, de amplio espectro: sin limitaciones de autorrestricción frente a otras competencias especializadas; sin reglas que permitan coordinar sus propios conflictos de competencia; sin modalidades de voto cualificado cuando se trate, por ejemplo, de interpretaciones de la voluntad del constituyente o de control de convencionalidad, y sin principios sobre el sentido de oportunidad y efectos de sus decisiones demoradas.

Sin desmerecer los logros que tuvo el Tribunal Constitucional desde su creación en el fortalecimiento del ejercicio de los derechos y garantías fundamentales, su extraña naturaleza “cuasi concentrada” y su reciente desempeño abren un nuevo momento constituyente para reflexionar y promover la reforma del TCP. No es posible asumir que el deber de conocer, respetar y hacer respetar la Constitución se haya convertido en una capacidad inútil, inoperante o supeditada a lo que el único y supremo “intérprete oficial” pueda decidir luego de dilatados procedimientos que en notable mayoría se dirigen contra jueces o autoridades, y cuyos actos solo cobran validez “constitucional” si el TCP así lo decide. Esta limitación al sentido común con el que todos podemos leer, entender y aplicar la Constitución es insostenible sobre todo cuando las decisiones del TCP resultan abiertamente ajenas a la voluntad del constituyente o al texto literal de la norma. Las decisiones sobre: reelección y autoproclamación presidencial, interpelación legislativa, autoprórroga de funciones judiciales, o la omisión de pronunciamientos sobre la competencia en juicios de responsabilidades o el abuso de la detención preventiva son algunas de las muestras de esta distorsión institucional. La crisis derivada del desempeño y las decisiones del TCP han abierto el mayor desafío posible para nuestra democracia: vivir en Constitución, no solo honrando la norma legal, también como propósito de convivencia armónica y en paz.

(*) Eduardo Rodríguez Veltzé fue presidente de la Corte Suprema de Justicia y de Bolivia

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Crisis, reconciliación y justicia

En 2019 fracasó el orden constitucional, se quebró su espíritu: la convivencia pacífica con pluralidad y tolerancia.

/ 25 de julio de 2021 / 19:10

Dibujo libre

La crisis de 2019 derivó en una presidencia transitoria y en la celebración de nuevos comicios en octubre de 2020. El recuento está dividido entre quienes insisten en que lo que ocurrió fue un “golpe de Estado” y aquellos que sostienen que fue un movimiento popular que reaccionó ante un “fraude electoral”. Ninguna de estas dos versiones, por sí solas, capturan la verdadera dimensión de los acontecimientos. Sucedió algo aún más grave: el fracaso del orden constitucional expresado en la incapacidad de los órganos de poder público y de sus autoridades para ejercer sus atribuciones, para atender las protestas sociales; para contener la insurrección de las instituciones armadas y de las turbas violentas. Este fracaso también es revelador del quiebre de su espíritu: la convivencia pacífica entre todos los bolivianos bajo el principio de pluralidad y tolerancia y el quebranto de una gobernanza democrática estable. A 11 años de vigencia de la Constitución es ineludible el examen del diseño y el desempeño institucional para una reconciliación con justicia.

El Órgano Electoral no correspondió con integridad la votación de octubre de 2019 a la que la población concurrió en paz. El Tribunal Supremo Electoral (TSE) no pudo concluir un cómputo nacional oportuno y transparente. La suspensión del mecanismo de conteo rápido, la existencia de servidores paralelos y otras críticas detectadas por la misión de observación electoral de la Organización de Estados Americanos (OEA) le restaron credibilidad y despertaron protestas. Las acusaciones penales contra autoridades electorales no resolvieron la existencia de un “fraude” y todavía se debaten los alcances de los informes de la OEA. La Asamblea Legislativa renovó la integridad del Tribunal Supremo Electoral para conducir las elecciones nacionales y subnacionales que se celebraron normalmente. Recientemente el Gobierno designó nuevas autoridades electorales departamentales bajo procedimientos cuestionados que vuelven a poner en duda la imparcialidad institucional .

El Órgano Ejecutivo no pudo contener la espiral de protestas ciudadanas sobre los resultados de la elección de octubre de 2019 y no definió con claridad su postura sobre la continuidad del proceso electoral. Sus principales autoridades, el presidente Evo Morales y el vicepresidente Álvaro García, acabaron renunciando a su mandato ante la insurrección de la Policía y las Fuerzas Armadas que, pese a estar prohibidas para deliberar, se pronunciaron sobre su dimisión. Ambos dejaron el país y su partida precipitó la irregular sucesión. Las candidaturas de Morales y García cargaban el cuestionamiento ciudadano por los resultados del referéndum del 21 de febrero de 2016 que rechazaron la propuesta de modificar la norma constitucional que limita la reelección solo a dos periodos. Un fallo del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) revirtió ilegalmente la voluntad popular expresada en el texto constitucional de 2009 y en el referéndum de 2016. El rechazo a esta decisión judicial fue manifiesto y se espera una opinión consultiva requerida a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

El Órgano Legislativo no fue eficaz con la representación ciudadana y la coordinación con otros órganos. Su actividad legislativa está sometida al Ejecutivo y no cede espacios a las minorías opositoras. Las dos últimas crisis políticas producidas por la dimisión de un Presidente revelaron el intento de desestimar las atribuciones del Legislativo en la sucesión constitucional. En 2005, los parlamentarios tuvieron que trasladar la sesión del Congreso para sortear presiones de grupos de interés. Lograron instalar una sesión en Sucre donde ambas cámaras debatieron y resolvieron la sucesión presidencial en favor del presidente de la Corte Suprema de Justicia, conforme al orden señalado por la Constitución. En 2019 las renuncias de los líderes de las cámaras, varias de ellas por amenazas contra su integridad o la de sus familiares, perjudicaron la convocatoria a las sesiones de la Asamblea. Simultáneamente, un espacio “ad hoc” reunido en la Universidad Católica de La Paz ensayaba “soluciones” a la crisis política. Este no era ni podía ser un espacio que reemplace legítimamente las sesiones de la Asamblea. Sin embargo, se promovió e instrumentalizó la sucesión “ipso facto” a la presidencia vacante por la segunda vicepresidenta del Senado, Jeanine Áñez, quien se autoproclamó Presidenta del Estado. Se vulneró el orden constitucional que prevé que son las Cámaras Legislativas las que reunidas en Asamblea conocen las renuncias y acuerdan la sucesión. (Arts. 161, 3 y 169 de la CPE), normas de aplicación preferente sobre los Reglamentos Camarales y el oficioso “comunicado” emitido por el TCP.

La Asamblea Legislativa no fue disuelta. Tuvo una línea ambivalente, por una parte repudió el régimen transitorio y por otra ejerció atribuciones para la designación de los miembros de un nuevo Tribunal Supremo Electoral y sancionó leyes para extender el mandato de autoridades del Ejecutivo, Legislativo y gobiernos subnacionales hasta las nuevas elecciones generales, que fueron postergadas en dos oportunidades sucesivas so pretexto de las contingencias de la pandemia.

El Órgano Judicial no supera las deficiencias estructurales que arrastra por décadas. Persisten deficiencias que comprometen la seguridad jurídica del Estado y la de los ciudadanos. La falta de acceso, una legislación obsoleta y la ausencia de reformas efectivas afectan el servicio judicial. La elección de magistrados por voto popular no despolitizó el sistema y todavía no se repara en que es la integridad del desempeño de todos los jueces lo que asegura su imparcialidad. La politización y la ausencia de política criminal se expresan en el uso abusivo de la detención preventiva y selectiva, práctica que genera una crecida población de presos sin condena en recintos saturados. Varias decisiones del TCP, en lugar de asegurar la supremacía de la Constitución y la vigencia de derechos y garantías, optan por razonamientos contradictorios y afectos a los intereses político-partidarios. La crisis reveló la urgencia de una reforma judicial a partir de un diagnóstico plural y comprensivo.

La presidencia de Áñez no advirtió su naturaleza “transitoria”, desde su inicio reveló un propósito de repulsa al MAS, desmontó las instituciones públicas y promovió causas criminales selectivas. Pronto Áñez anunció su candidatura a la Presidencia del Estado, proclama que confirmó su desprecio por la imparcialidad que debía distinguir su paso por la Presidencia. La mayor censura al régimen de Áñez se concentra en la represión violenta por fuerzas militares y policiales a manifestaciones civiles. Algunas actuaciones se cumplieron bajo los alcances de un decreto que eximía de responsabilidad a militares que participaban en tareas de preservación del orden público, norma derogada por la crítica pública. Las protestas en Sacaba y Senkata fueron violentamente reprimidas dejando un saldo de más de 30 muertos, cientos de heridos y detenidos. Ni el Fiscal General, ni el Gobierno reaccionaron oportunamente, con diligencia, objetividad y responsabilidad para abrir diligencias de investigación bajo un debido proceso judicial. A más de un año y medio de los hechos, todavía se aguarda el informe de una comisión de investigadores independientes. Las demoras del proceso perjudican a las víctimas y favorecen la impunidad.

Las elecciones de octubre de 2020 restablecieron la composición democrática. Luis Arce y David Choquehuanca fueron elegidos Presidente y Vicepresidente con el 55% de los votos, también se eligieron a senadores y diputados de la Asamblea Legislativa. En abril de 2021 se eligieron a gobernadores, alcaldes, asambleístas departamentales y concejales municipales. Los discursos inaugurales de Arce y Choquehuanca contrastan con el rumbo de su gestión gubernamental. Siguen confrontando los viejos problemas estructurales del Estado, el lastre de la gestión transitoria y los efectos de la pandemia que encontró un país con deficiencias estructurales en su sistema de salud, con una economía frágil y sin políticas para atender la educación. No obstante, la administración gubernamental tampoco ha promovido espacios de concertación sobre ningún tema de Estado. Al contrario, así como el gobierno anterior alentó causas penales por el “fraude”, el actual alienta otras por el “golpe”.

Para considerar una reconciliación sincera, cabe destacar que durante las últimas crisis la mayoría de los bolivianos demostraron su voluntad de paz y espíritu solidario, en contraste con las narrativas tan desavenidas entre los líderes y las organizaciones políticas. Son ellos quienes deben comenzar el encuentro, cesar hostilidades y restablecer el diálogo, asumiendo responsabilidad sobre el desempeño institucional, promoviendo soluciones y superando resentimientos. No será posible una reconciliación sin justicia, pero con una justicia imparcial que juzgue con ecuanimidad, no solo buscando castigos, también con reparación para las víctimas y los daños producidos. Las falencias del orden constitucional subsisten, su examen abre un momento constituyente de reflexión para considerar cambios en consenso, poniendo a prueba la responsabilidad de los actores políticos frente a la sociedad que costea sus salarios, que concurre en paz para elegirlos y ratificar su vocación democrática.

(*)Eduardo Rodríguez V. es abogado, expresidente de la Corte Suprema de Justicia.

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Crisis y momento constituyente

Todos estos acontecimientos abren un momento constituyente para transformar al Estado y procurar un nuevo pacto social

/ 25 de mayo de 2020 / 05:44

Tres sucesivas crisis sacudieron Bolivia recientemente, en cada una se constató que el Estado, sus instituciones y sus líderes no estuvieron preparados para prevenirlas y enfrentarlas; lo cual generó inquietud en una sociedad que espera un Estado más eficaz y confiable.

La primera comenzó a mediados de 2019 con los incendios de la Chiquitanía, que consumieron millones  de hectáreas afectando la biodiversidad. El siniestro abrió un debate sobre políticas públicas fundamentales; la expansión de la frontera agrícola y ganadera, en desmedro del manejo integral y sustentable de las tierras y los bosques, la promoción de biocombustibles, el uso de semillas transgénicas y la transparencia en la dotación de tierras agrícolas, entre otros. A menos de un año de esta catástrofe ambiental se han encendido las  alarmas sobre nuevos incendios de magnitud, y no existe un debate sobre las mejores políticas a adoptar; al contrario, subsiste el manejo discrecional centralizado en esta materia.

La segunda crisis se produjo con las elecciones de octubre del mismo año, cuando las denuncias de fraude electoral y el descontento por la repostulación del binomio presidencial oficialista produjeron protestas y una confrontación violenta, con muertos, heridos y destrozos de bienes públicos. Las instituciones, particularmente el Tribunal Supremo Electoral, y los actores políticos no tuvieron la capacidad para resolver la crisis por las vías legales, en paz. La postura de las  Fuerzas Armadas y el escalamiento de la confrontación precipitaron la renuncia de las autoridades de los órganos Ejecutivo y Legislativo; y la autoproclamación de la senadora Jeanine Áñez como presidenta del Estado, a cargo de un Gobierno de transición que convocó a elecciones en las que pronto decidió habilitar a la misma mandataria como candidata. La crisis no fue solo electoral, se alimentó también de la polarización, corrupción institucional y los cambios políticos en el contexto regional. Abrió la necesidad de evaluar los alcances y el futuro de la Constitución que había superado una década desde su promulgación en febrero de 2009.

La tercera crisis es la pandemia del COVID-19, que está impulsando contagios con víctimas mortales por toda Bolivia. Esta crisis sanitaria ha desvelado las falencias estructurales del sistema de salud en sus diferentes niveles. Para contenerla, el Gobierno transitorio varias medidas de urgencia cerrando el país con una cuarentena generalizada, aprobó expandir la política asistencialista con bonos extraordinarios, y criminalizó las infracciones a las medidas sanitarias y la información no autorizada.

Desde el inicio de la cuarentena se hicieron evidentes las dificultades para los sectores más pobres y vulnerables; la inevitable ruina de muchos emprendimientos; así como las falencias logísticas para suplir alimentos, pruebas, material de bioseguridad y equipamiento hospitalario; en un ambiente opaco en el que no concurre la concertación entre las instituciones centrales con el resto de las desconcentradas, y mucho menos entre actores políticos. Las animosidades todavía frescas por el desenlace del cambio de gobierno y los cálculos electorales cancelan todas las iniciativas para generar un diálogo abierto e inclusivo sobre la crisis.

Si las dos primeras crisis sacudieron al país, la del coronavirus acabó por postrarlo frente a un escenario que transformará su futuro y el de toda la humanidad. Se han desplomado paradigmas y han surgido nuevos desafíos cuya atención es impostergable, para asegurar la subsistencia de las personas, la sostenibilidad de los recursos naturales y económicos, los Estados y sus instituciones. La inversión en salud, alimentación, educación e investigación científica  desplazará otros gastos como los militares o la burocracia improductiva. Será necesario lograr nuevos entendimientos globales sobre economía, energía, gobernanza y cooperación internacional, entre muchos otros asuntos.

En este escenario, los bolivianos tenemos que elegir autoridades nacionales de dos órganos de poder público y seguidamente a las autoridades subnacionales, pero nada conocemos sobre las propuestas de los partidos y candidatos frente a las causas, efectos y remedios para aliviar las consecuencias de las últimas crisis. No existe diálogo ni iniciativas de coordinación y cooperación entre los cuatro órganos de poder público, y menos entre los candidatos para facilitar un proceso electoral ordenado, informado y confiable.

Todos estos acontecimientos abren un momento constituyente para transformar al Estado y procurar un nuevo pacto social, con base en las experiencias positivas y las lecciones aprendidas en el último tiempo. Son muchos y muy importantes los temas que deben debatirse en el momento y por el poder constituyente, cuyos únicos titulares somos los ciudadanos. No hacerlo equivaldría a tener la obligación de votar por los conductores de un colectivo que no tiene destino ni hoja de ruta, ni las condiciones para lograr acuerdos y arrancar. Es tiempo de política seria, no de cálculo electoral coyuntural; de una política próxima a la gente, que ordene y armonice los grandes desafíos con grandes acuerdos.

Eduardo Rodríguez Veltzé, fue presidente de la República y de la Corte Suprema de Justicia de Bolivia.

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El mar y la buena vecindad

La noción de la buena vecindad y sus desarrollos son uno de los fundamentos del derecho internacional.

/ 2 de octubre de 2019 / 23:52

El párrafo 176 de la decisión emitida por la Corte Internacional de Justicia (CIJ) en la causa marítima entablada por Bolivia contra Chile dice: “(…) La conclusión de la Corte no debe entenderse como un impedimento para que las partes continúen su diálogo e intercambios en un espíritu de buena vecindad con el objeto de abordar asuntos relativos a la situación de mediterraneidad de Bolivia, cuya solución ambos Estados han reconocido como un asunto de interés mutuo”. La referencia que hace la CIJ al concepto de buena vecindad como el cimiento para acordar una solución al enclaustramiento de Bolivia tiene particular relevancia; no se puede reducir a retórica forense ni interpretar como consuelo a la conclusión del fallo que estableció que Chile no asumió una obligación jurídica de negociar un acceso soberano al Océano Pacífico con Bolivia.

En efecto, la noción de la buena vecindad y sus desarrollos constituyen uno de los fundamentos del Derecho Internacional. Tanto la Carta de las Naciones Unidas (Art. 74) como la Carta de la OEA (Preámbulo) destacan su valor, y la CIJ lo invocó en algunas de sus decisiones (Canal Corfú, Asilo, Ensayos Nucleares, Gabcikovo-Nagymaros). Los organismos internacionales la asumen como condición esencial de convivencia para asegurar la paz, la seguridad y la justicia. Es una expresión práctica del multilateralismo incorporada en importantes resoluciones de la Asamblea General de las NNUU sobre descolonización (1960); relaciones amistosas y cooperación (1970); definición de agresión (1974); principios sobre buena vecindad (1988); o en la Cumbre Mundial (2005).

La Conferencia de Naciones Africanas y Asiáticas aprobó los Principios de Badung, Dasa Sila y Pancha Sila sobre la buena vecindad (Indonesia 1955, Argelia 1965), que comprenden los valores contenidos en la Carta de las NNUU y sirvieron de base para acuerdos regionales y bilaterales (China-India). Fue adoptado en el Derecho Internacional comunitario europeo, en el proceso de acceso de los estados y en la resolución de conflictos. Las expresiones de buena vecindad pueden comprender también manifestaciones de amistad como la que tuvo el Gobierno de Noruega con Finlandia en 2016 al ceder una pequeña fracción de su territorio con la montaña Halti, con motivo del centenario de su independencia.

Pero si hay un desarrollo normativo trascendental en el Derecho Internacional contemporáneo que contribuye a regular los mares, el mayor espacio común de vecindad entre los Estados, es la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (Convemar), aprobada en 1982 y con vigencia desde noviembre de 1994. Bolivia la suscribió el 27 de noviembre de 1984 y la ratificó el 28 de abril de 1995. Este acuerdo establece el orden jurídico de los mares para facilitar la comunicación, su uso pacífico, la utilización equitativa de sus recursos y la protección del medio marino. Define que la zona de los fondos marinos y el subsuelo fuera de los límites de la jurisdicción nacional, así como sus recursos, son “Patrimonio Común de la Humanidad”; y que su explotación se realizará en beneficio de toda la humanidad.

Esta convención también presta especial atención a los intereses y necesidades de los países en desarrollo sin litoral en la realización de un orden económico internacional justo y equitativo. Acuerda para ellos un régimen especial en su relación de vecindad con los Estados costeros para garantizar la libertad de tránsito de personas, equipajes, mercancías, a través de medios de transporte que incluye tuberías, gasoductos y otros medios. Prevé la libertad de tránsito por todos los medios de transporte, sin cargos de aduana, impuestos u otros gravámenes, con excepción de las tasas por servicios específicos prestados en relación con dicho tráfico.

Dispone que cuando las instalaciones y equipos portuarios sean deficientes en cualquier aspecto, los Estados de tránsito y los Estados sin litoral podrán cooperar en su construcción o mejoramiento. Entretanto, los Estados de tránsito deben adoptar todas las medidas apropiadas a fin de evitar retrasos u otras dificultades de carácter técnico en el tráfico. Al efecto pueden obtener asistencia técnica o financiera de terceros Estados o de organizaciones internacionales, a fin de facilitar el ejercicio de los derechos reconocidos en la convención.

Forjar un espíritu de buena vecindad que anime la aproximación entre Bolivia y Chile es un desafío abierto para la diplomacia y la política de ambos Estados. Con todas sus limitaciones, la justicia y el Derecho Internacional pueden contribuir a la convivencia pacífica y a recordar que todos somos siempre vecinos en un solo mundo.

* Embajador de Bolivia en el Reino de los Países Bajos y agente ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ).

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Tanto corazón para tan poco mar

Así como el agua es esencial para la vida, el acceso al mar es también vital para la existencia de un Estado.

/ 22 de marzo de 2015 / 04:00

Un célebre presidente sostuvo que “todos llevamos en nuestra sangre el mismo porcentaje exacto de sal que existe en el océano. Tenemos sal en nuestra sangre, en nuestro sudor, en nuestras lágrimas. De esta manera estamos unidos al océano. Y cuando volvemos al mar, ya sea para navegar o simplemente para mirarlo, volvemos al lugar de donde venimos” (JFK, 1962).

El agua es el elemento más importante para la vida. Según muchos biólogos, la vida viene del mar, el hombre viene del mar. Algunos organismos vivos pueden estar compuestos hasta de un 95% de agua. El ser humano, por ejemplo, está compuesto de un 70% de agua, y sin ir muy lejos el cerebro humano está compuesto de un 80% de agua, y la sangre que bombea el corazón está compuesta de un 92% de agua. Si un ser humano pierde el 10% del agua de su cuerpo, su vida está en riesgo. Es posible que una persona pueda vivir sin alimento, pero es imposible que sobreviva sin agua.

El agua es esencial para el desarrollo de los pueblos, juega un papel clave en la reducción de la pobreza, el crecimiento económico y la sustentabilidad ambiental. En un paralelo, nuestro planeta está compuesto, al igual que el ser humano, de un 70% de agua. El 97% se encuentra en el mar, del cual un 50% se localiza en el océano Pacífico. Es curioso que a nuestro planeta lo llamemos “Tierra”, cuando la tierra está completamente rodeada, atravesada y dependiente del agua. Vivimos en un planeta en el que el agua es responsable de la vida.

De los 193 Estados miembros de las Naciones Unidas, más del 70% tiene acceso soberano al mar, es decir, que al menos 40 Estados están privados de litoral. Así como para un ser humano el agua es un elemento fundamental para su vida, el acceso soberano al mar es también vital para la existencia de un Estado.

Bolivia es el corazón hidrográfico del continente. La nación bombea los cauces de agua hacia los océanos. Por el norte, a través del río Madera, y por el sur, a través del río Paraguay, se desplaza el agua que nutre al océano Atlántico; y por el oeste, a través de la Cordillera de los Andes el agua de los nevados llega al océano Pacífico, pero paradógicamente Bolivia ha sido privada del mar.

Bolivia enfrenta en los próximos meses una audiencia pública ante el mayor tribunal de Justicia del mundo, pues ha demandado a Chile ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ), para que este tribunal internacional declare y resuelva que Chile tiene la obligación de negociar de buena fe, pronta y formalmente con Bolivia a fin de otorgarle un acceso plenamente soberano al océano Pacífico. Bolivia va acompañada del Derecho, el corazón y la razón, por lo que tiene mucha esperanza de que su demanda sea atendida.

 No es casual que el 22 de marzo sea el Día Internacional del Agua y la jornada siguiente, el 23 de marzo, nuestro Día del Mar. El océano y el agua son consustanciales con los bolivianos, así, cuando Felipe Delgado, el personaje de la novela de Jaime Sáenz, conoció el Pacífico ,destacó que “solo el corazón podrá acoger una significación tan alta y verdadera, y podrá sobrepasar en hondura estos abismos que se ocultan a nuestra mirada por un mundo de agua… ¡Tanto corazón para tan poco mar!”.

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