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El dolor de las mujeres

El dolor de las mujeres es producto de los golpes, los gritos y las muertes; de las ofensas, las humillaciones y los abandonos; de los piropos soeces, el acoso y las violaciones. El dolor de las mujeres carga una larga estela de olvidos institucionales, prejuicios, mala alimentación y sobrecarga de trabajo. Por eso hay tantas batallas en curso.

Las luchas de las mujeres no siguen una línea recta, sino que se arraciman en momentos de la Historia y se adormecen en otros; se anudan a otras batallas; avanzan y retroceden. Siempre latentes, porque el mundo vive sobre la base de esa enorme injusticia. ¿Qué es sino que recaigan sobre ellas, en una abrumadora mayoría: el trabajo doméstico, la crianza, la responsabilidad sobre el comportamiento de las y los adolescentes, el cuidado de las personas ancianas, de las enfermas y de las que tienen necesidades especiales?

Mucha carga y responsabilidad que se atienden al mismo tiempo que se pelea por puestos de trabajo; por reconocimiento; por igual salario a iguales calificaciones con los hombres; porque tener un compañero respetuoso y solidario no sea resultado del número premiado de la lotería, sino parte de una realidad habitual; porque los discursos no se queden congelados en los informativos sino que pasen a la práctica cotidiana de la administración del Estado, con acciones y con presupuesto; porque las autoridades, una vez elegidas, no digan “en campaña estaba, no me acuerdo”. Para que las activistas, cuando son ministras, no actúen con Síndrome de Estocolmo o, al menos, no se hagan las del otro viernes.

Estoy convencida de que hemos avanzado mucho en el ejercicio de nuestros derechos, pero también de que sigue siendo insuficiente, porque las mujeres que trabajan fuera de sus casas nunca pueden olvidar que adentro hay un sinnúmero de tareas que, si no se comparten con los hombres, se quedan a medidas o sencillamente sin hacer. Porque la conquista por el mundo público, sin que los hombres asuman la parte de las tareas domésticas que en justicia les corresponde, produce niñez y adolescentes con déficits de hogar, y porque las dobles y triples jornadas producen mujeres cada vez más solas y más cansadas.

Cuando hablo de las mujeres no desconozco la gran diversidad que nos habita. Reconozco que no son diferencias ingenuas, sino que están teñidas, como la mayoría de las cosas de este mundo, por contradicciones y enfrentamientos. No queremos ser idénticas a los hombres ni entre nosotras mismas. En las últimas décadas aprendimos que la igualdad debe ser de oportunidades, no de pensamiento ni de acción. Bienvenidas las guerreras, pero también las seductoras, las educadoras y las persuasoras.  

¿Quién soy yo para decir todo esto? Soy una mujer más. Aunque quisiera, no podría evitar referencias en primera persona, porque soy parte de ese mundo apasionante, intenso y dividido en el que millones de mujeres hacen escuchar sus voces y muestran sus cuerpos y sus almas doloridos muchas veces, pero a veces triunfantes.

Los triunfos de las mujeres no se tasan por número de muertos ni de territorios ocupados. Se miden en la autonomía sobre el territorio de sus cuerpos, en mejora de la calidad de vida de toda la población, en aplicación de la democracia (en el país y en la casa), y se expresan en indicadores que muestren cómo eliminar el dolor y aumentar la felicidad. Si no ¿para qué pelearla?