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Las bodas del monzón

El mejor espectáculo de India son las bodas. Desde el balcón de mi hotel en Nueva Delhi veo una diferente cada noche. Los menús incluyen los más caros manjares. Las mujeres lucen saris deslumbrantes de vivos colores, tatuajes de henna y joyas. Los novios llegan en procesión, rodeados de fanfarrias, percusiones, caballos y hasta elefantes. Y los festejos pueden extenderse durante días. Una boda aquí dura más que muchos matrimonios en Occidente. Sin duda, la importancia de las bodas se debe a la dificultad de conseguir sexo en este país. Y no me refiero al coito por dinero, que se puede arreglar en cualquier lugar del mundo, sino al sexo gratuito y consentido de las parejas.

En Nueva Delhi, ni siquiera hay dónde hacerlo con tranquilidad. Los jóvenes suelen vivir con sus familias hasta que forman su propia familia. Las mujeres en su mayoría no salen solas de noche. Incluso en el barrio bohemio de Hauz Khas, frente a un romántico lago con cisnes, las parejas se limitan a tomarse de la mano. Nada de besos en público. Muchos de los hoteles, habitual refugio de los amantes, prohíben a sus huéspedes subir con acompañantes a sus habitaciones. En el spa del mío, ni siquiera se permiten los masajes entre sexos: sólo los hombres hacen masajes a hombres. Y sólo las mujeres a las mujeres. Créanme: si yo viviera ahí, celebraría mi matrimonio como el carnaval de Río.

En general, el Estado indio protege la moral de sus ciudadanos. Durante mi viaje, se declararon dos días de ley seca seguidos, por una festividad musulmana y por el día de la República. Los extranjeros nos quedamos sin alcohol. Pero de regreso a mi hotel encuentro a varios oriundos estrepitosamente borrachos en el ascensor. Sólo topo con gente ebria los días exactos de la ley seca. Del mismo modo, la represión sexual genera horrendas válvulas de escape. La última noticia india que dio la vuelta al mundo, en diciembre pasado, fue la brutal violación de la joven Nirbhaya Shaji, de 23 años, en manos de un grupo de salvajes a bordo de un autobús en marcha. Nirbhaya murió a consecuencia de las heridas, y su novio, que estaba presente, quedó gravemente herido. El asalto despertó la indignación de los indios, que salieron masivamente a la calle a pedir justicia.

Durante mi visita, más de un mes después, el tema sigue ocupando portadas en los diarios. En su discurso del Día de la República, el Presidente ha repudiado la violación y ha pedido a la nación “reorientar su brújula moral”. Una comisión de juristas ha propuesto endurecer la legislación sobre crímenes sexuales, criminalizando los abusos aunque la víctima no presente resistencia, aunque no haya penetración o aunque el violador sea su marido; medidas que aquí representan una revolución en derechos de género. Pero junto a estos titulares siguen apareciendo noticias escalofriantes: en el mismo día, el The Times of India reporta otra violación masiva, esta vez a una niña de 11 años. Y en Jaipur, una mujer vendió a su hija, de la misma edad, a una pareja de proxenetas, para pagar una deuda.

Aparte de las leyes, hace falta cambiar una cultura milenaria de opresión contra las mujeres. Ya hace dos mil años, el Kamasutra enseñaba que un hombre puede forzar sexualmente a una mujer y luego casarse con ella. Y la cultura de castas —hoy fuera de la ley, pero no de la costumbre— perpetuó la imagen de la mujer como un objeto con fines reproductivos y de entretenimiento masculino.

Hoy día, hasta los taxis de Nueva Delhi llevan publicidad de páginas web para concertar matrimonios, donde las familias pueden buscar sus novios para sus hijas. Si quieren asegurar un buen partido, eso sí, tendrán que pagar una buena dote. Casar a una hija es tan caro que millones de niñas son abortadas antes de nacer. Para evitarlo, ha sido necesario prohibir el diagnóstico prenatal de sexo. Así pues, las bodas indias son muy bonitas, pero sospecho que los indios vivirían mejor si se casaran menos y, con perdón de la palabra, follaran más.