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La verdadera deuda nacional

La verdadera deuda nacional de EEUU podría ser tres veces lo que se calcula convencionalmente

/ 10 de marzo de 2013 / 04:00

Cuál es el volumen de la deuda nacional de EEUU? Podría suponerse que es una pregunta fácil. Sin duda, sabemos cuánto debe el Gobierno estadounidense. Lamentablemente, no es tan simple. La verdadera deuda nacional podría ser tres veces lo que se calcula convencionalmente, entre los 11 y 31 billones de dólares (un billón equivale a un millón de millones), según mis cálculos. Las diferencias reflejan, en su mayor parte, garantías de préstamos federales, explícitas e implícitas, “fuera del presupuesto”. En otra crisis económica, esas garantías podrían resultar en grandes pérdidas, que se traerían “dentro del presupuesto” y empeorarían los ya grandes déficits. Ése es el peligro.

Mi propósito no es asustar ni ser sensacionalista. Es simplemente ilustrar el problema. En términos amplios, la deuda nacional cubre todas las deudas por las que el Gobierno federal asume responsabilidad final. Para los políticos, el atractivo de los programas “fuera del presupuesto” es que permiten el placer de gastar, sin el dolor de gravar. Pero también crean grandes riesgos para el Gobierno.

Veamos por qué. Abajo verán cinco cálculos aproximados de la deuda nacional. Comparo cada uno de ellos con los ingresos nacionales de EEUU (producto bruto interno), que es la base económica para pagar los intereses de las deudas. En el año fiscal 2012, el PBI fue de 15,5 billones de dólares. Algunos economistas expresan que una proporción de la deuda que exceda el 90% ralentizará el crecimiento económico. Estados Unidos ya excede ese límite en cuatro de mis cinco cálculos.

1) Deuda del Tesoro de la que el público es acreedor: 11,3 billones de dólares, el 73% del PBI en el año fiscal 2012. Éste es el cálculo más común de la deuda nacional. Es un reflejo de los déficits anuales del pasado y representa lo que debe pedirse prestado mediante la venta de letras, pagarés y bonos del Tesoro. En 2007, las cifras eran sólo de 5 billones de dólares y 36% del PBI. Los niveles actuales (como porción del PBI) son los más altos desde la situación inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial.

2) Deuda federal bruta: 16 billones de dólares para 2012, 103% del PBI. Esta definición incluye la “deuda de la que el público es acreedor” (ver arriba) más los valores del Tesoro emitidos a fondos de fideicomiso del Gobierno, el mayor de ellos es el Seguro Social. A los economistas no les gusta esta idea de deuda, porque los valores del Tesoro en los fondos de fideicomiso representan una parte del Gobierno que le debe a la otra. Se puede comparar con prestarse dinero a uno mismo. El Congreso podría cancelar estas deudas, aunque casi con certeza, no lo hará. Los valores del Tesoro en la cuenta de fideicomiso representan compromisos políticos, más que obligaciones financieras.

3) Préstamos federales y garantías de préstamos: 2,9 billones en 2011, 19% del PBI. El Gobierno concede o garantiza préstamos a estudiantes universitarios, agricultores, veteranos, pequeñas empresas y otros. El valor nominal de la mayoría de estos préstamos no aparece en el presupuesto, pero el Gobierno es responsable si los prestatarios entran en incumplimiento de pagos. Si sumamos esta deuda (19% del PBI) a la deuda federal bruta la proporción de la deuda total representa un 122% del PBI.

4) Fannie y Freddie: 5,1 billones de dólares, 33% del PBI. El Estado no estaba obligado legalmente a cubrir las deudas de estas “empresas patrocinadas por el Gobierno” —las principales entidades crediticias para el mercado de la vivienda— pero casi todo el mundo supuso que lo haría, si hubiera problemas. Eso ocurrió en septiembre de 2008. Con Fannie y Freddie, la proporción de la deuda total se eleva a un 155% del PBI.

5) Organismo Federal de Garantía de Depósitos (FDIC, por sus siglas en inglés): 7,3 billones de dólares, 47%  del PBI. Se trata del seguro de protección de las cuentas bancarias hasta $us 250.000. Si incluimos el FDIC, la proporción de la deuda total crece a un 202% del PBI.

Así pues, el cálculo más amplio de la deuda nacional (31 billones de dólares) es casi el triple del cálculo convencional (11 billones de dólares). Casi todos los artículos de mi lista (ya sean bonos del Tesoro o depósitos bancarios) son, en última instancia, obligaciones legales del Gobierno federal. Nota: son diferentes del Seguro Social y de los beneficios de Medicare, que a menudo se denominan como “deudas”. No lo son. El Congreso puede modificar los beneficios en cualquier momento, si escoge hacerlo.

Ahora permítanme agregar algunas salvedades menos alarmistas. Primero, algunos programas de crédito respaldados federalmente confieren enormes beneficios. El seguro del FDIC impidió el pánico de los ahorristas durante la crisis financiera. También cuenta con un fondo de seguros de $us 25 mil millones para cubrir pagos. Segundo, la mayoría del crédito respaldado federalmente va a prestatarios privados, que deberían poder pagar de vuelta. Los estándares de crédito poco severos pueden producir algunos incumplimientos de pagos, pero en épocas normales, deben ser una diminuta fracción del total. Generalmente, estos programas no representan una gran carga sobre los impuestos. En cambio, obtener créditos para cubrir el déficit presupuestario no es automáticamente autoliquidable.

El problema es que no vivimos “épocas normales”, tal como se utilizaba ese término. El crédito se expandió por la creencia optimista de que un crecimiento económico constante, obstaculizado sólo por modestas recesiones, permitiría pagar los intereses de la mayoría de las deudas. La crisis financiera y la Gran Recesión echaron por tierra esa suposición. A medida que la crisis se profundizó, los compromisos fuera del presupuesto se convirtieron en costos dentro del presupuesto. Los rescates de bancos abrumaron los recursos del FDIC; las pérdidas hipotecarias impulsaron las adquisiciones de Fannie y Freddie.

Algo similar podría volver a suceder. Una crisis profunda podría causar una cascada de incumplimientos de pagos de garantías “fuera del presupuesto” que requieren rescates dentro del presupuesto. La lección es la siguiente: Debemos rechazar nuevos compromisos fuera del presupuesto y reducir algunos que ya existen.

Es escritor y periodista estadouni-dense. © The Washington Post Writers Group , 2013.

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¿Está EEUU en decadencia?

Hablar de un segundo siglo norteamericano, aunque posible, pareceuna exageración

/ 20 de abril de 2013 / 04:36

El siglo norteamericano ha muerto. Que viva el próximo siglo norteamericano. El subtexto del debate político, en la actualidad, es que Estados Unidos está en decadencia, una propuesta a menudo descrita como una verdad manifiesta. La economía carece de dinamismo; el desempleo cercano al 8% permanece a niveles de la recesión. El presidente y sus críticos republicanos apenas si se hablan; la paralización parece eterna. Pero ¿qué si Estados Unidos no está en decadencia? Una poderosa refutación viene de un lugar poco probable: Wall Street.

En un informe a sus clientes, analistas de Goldman Sachs sostienen que Estados Unidos aún tiene la economía más fuerte del mundo (y que la tendrá durante años). Hay una creciente “conciencia de las ventajas económicas, institucionales, de capital humano y geopolíticas esenciales de las que goza Estados Unidos comparado con otras economías,” sostienen los analistas de Goldman’s.

Como prueba de ello, despliegan voluminosos datos. Para comenzar, la economía estadounidense es aún la mayor del mundo, de lejos. El producto bruto interno (PBI) es casi de 16 billones de dólares, “casi el doble de la segunda economía mayor (China), 2,5 veces la tercera (Japón)”. El PBI per cápita es de unos 50.000 dólares; aunque esa cifra es mayor en otros diez países, la mayoría de ellos son pequeños, como por ejemplo Luxemburgo. El mercado estadounidense, a causa de su tamaño, es un lugar atractivo para invertir.

Después están los recursos naturales. En un mundo hambriento de alimentos y energía, Estados Unidos es abundante en ambas cosas. Su tierra arable es cinco veces la de China y casi dos veces la de Brasil. Los avances en el “fracturamiento hidráulico” y las perforaciones horizontales han abierto vastas reservas de gas natural y petróleo, cuya explotación, hasta hace poco, parecía demasiado costosa. La Agencia Internacional de Energía predice que Estados Unidos se convertirá en el mayor productor de petróleo (aunque temporalmente) para 2020.

A su vez, el auge de gas y petróleo refuerza los puestos de trabajo. Un estudio de IHS, una firma consultora, estima que ya ha creado 1,7 millones de puestos directos e indirectos. Para 2020, debería haber 1,3 millones más, calcula IHS. El gas natural seguro y poco costoso también alienta la expansión de fabricaciones estadounidense, sostiene Goldman. Ésa es otra ventaja.

Los trabajadores poco especializados a menudo se cuentan como una desventaja económica de Estados Unidos. La perspectiva de Goldman es diferente. Los trabajadores estadounidenses seguirán siendo más jóvenes y llenos de energía que sus rivales que están envejeciendo rápidamente. Para 2050, la edad media de los trabajadores de China y Japón será de alrededor de 50 años, una década mayor que en Estados Unidos. Además, el país norteamericano atrae inmigrantes motivados, y muchos de ellos con un “talento sumamente preparado”. Una encuesta Gallup de 151 países halló que Estados Unidos está en el tope de los lugares deseados para aquellos que quieren mudarse, con un 23%. Con un 7%, el Reino Unido ocupó el segundo lugar.

Finalmente, Goldman espera que Estados Unidos siga siendo el líder en los descubrimientos. El país realiza la mayor cantidad de investigaciones y desarrollo (31% del total global en 2012) y tiene más de las mejores universidades (29 de las 50 universidades tope), según una clasificación británica.

Hasta cierto punto, todo esto es convincente. Los puntos fuertes de Estados Unidos se han subestimado. Comparado con Europa y Japón —los dos otros enclaves de prosperidad en el mundo— nuestras perspectivas son más brillantes. Pero el informe de Goldman, que aconseja a los inversores dónde colocar su dinero, es una guía incompleta para el futuro. Puede explicar por qué las acciones estadounidenses se han recuperado a niveles casi previos a la crisis. Pero no es la manera en que la mayoría de la gente considera la decadencia “nacional”.

Si la casa del vecino se quema y sólo la mitad de la propia lo hace, uno está relativamente en mejor posición que el vecino, pero está peor de lo que solía estarlo. Sólo de esa manera las perspectivas de Estados Unidos superan las de Europa y Japón. Pero esa ventaja no borra las enormes pérdidas económicas sufridas por millones de estadounidenses. La mayoría concluirá, razonablemente, que su país está en decadencia. Desmoralizados, apoyarán menos el liderazgo económico, político y militar de Estados Unidos en el exterior. Ésa es la forma en que la decepción interna se traduce en una retirada global. Pero, “¿está Estados Unidos en decadencia?” quizás sea la pregunta errada. La verdad es que la mayoría del mundo próspero —nuevamente, EEUU, Europa y Japón— enfrenta amenazas similares. 

Primero: Los estados de bienestar están abrumados. Las sociedades que envejecen enfrentan una colisión entre los beneficios prometidos y los impuestos aceptables. O bien se recortan los primeros o se suben los segundos. La política es ponzoñosa. Tal como señala el informe Goldman, la manera en que Estados Unidos manejará su deuda crea enorme incertidumbre. Lo mismo ocurre en otras partes.

Segundo: La administración económica está fallando. Antes de la crisis financiera de 2007-2009, la mayoría de los economistas pensó que podían evitar grandes crisis y fabricar recuperaciones aceptables. Esa confianza ha sido reemplazada por fuertes desacuerdos. Se improvisan políticas a seguir.  Tercero: Los mercados globales se han encontrado con el inconveniente de la política global. Los países dependen cada vez más del comercio internacional y de los flujos de dinero.

Pero el comercio globalizado se ve amenazado por diferencias nacionalistas, étnicas, religiosas y políticas entre las naciones.  Hablar de un segundo siglo norteamericano, aunque posible, parece una exageración. La cuestión más difícil es si el mundo próspero puede vencer estas amenazas contra la estabilidad política y económica.

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El mercado contraataca

Sorprendente que, a pesar del panorama sombrío, tantos estadounidenses sigan invirtiendo

/ 16 de marzo de 2013 / 06:17

Ahora conocemos las promesas y peligros de la riqueza en papel. En los últimos 15 años, las convulsiones del mercado de valores deberían haber puesto nerviosos a los inversores más resistentes. En dos ocasiones —tras el reventón de la “burbuja tecnológica” en 2000 y después de la crisis financiera de 2008— el mercado perdió la mitad de su valor. Después luchó durante años para recuperar sus picos previos; eso ocurrió nuevamente días atrás, cuando el promedio industrial Dow Jones excedió su pico más alto de 2007. La agitación pasada y la incertidumbre actual (el secuestro, la crisis europea) podrían haber convencido a la mayoría de los inversores a abandonar el mercado. Pero eso no ha sucedido. El estadounidense promedio no ha abandonado Wall Street.

Es la noticia principal —que se ha pasado, mayormente, por alto— detrás de la historia de la nueva alza del mercado. Los estadounidenses gravitaron a las acciones en los años 80 y 90 como nunca antes lo habían hecho. Hubo una conmoción cultural y financiera; poseer acciones fue algo crecientemente popular entre la clase media. En 1983, sólo el 19%  de las familias poseía acciones, según un estudio de la Reserva Federal; para 2001, esa cifra era del 52%. Puesto que más gente estaba conectada con el mercado, su confianza, su consumo y el desempeño de la economía dependieron más de él. Eso sigue siendo cierto.

Un gran número de gente adquirió acciones por dos motivos. Primero, los precios astronómicos. En 1982 se inició un gran mercado alcista impulsado por la caída de la inflación y las tasas de interés. Las tasas de los bonos del Tesoro de 10 años cayeron de un 13%, en 1982, a un 5%, en 2001. En ese mismo período, el mercado de valores se elevó casi 12 veces (de unos 880 puntos en el índice Dow a unos 10.200). Y segundo, debido al incremento en el número de IRAs  (Cuentas individuales de jubilación, por sus siglas en inglés) y 401(k) —Cuenta personal de jubilación a la que contribuyen el empleador y el empleado—. Entre 1984 y 2000, los participantes de planes 401(k) aumentaron de 7,5 millones a 39,8 millones. Ese hecho también impulsó las inversiones en acciones.

Wall Street se convirtió en una fuente de fascinación popular y de envidia. El canal de cable CNBC alimentó ese fenómeno. Los asesores financieros y los libros de auto-ayuda florecieron.

Sin duda, la propiedad de acciones siguió concentrada entre los ricos y la clase media alta, señala el economista Edward Wolff, de New York University. Wolff halla que en 2010 el 1% más rico de los estadounidenses poseía el 35% de las acciones que eran propiedad de familias, entre ellas, las cuentas de jubilación y fondos comunes de inversión; y que el siguiente 9% tenía el 46%. Aún así, todo podría haberse derrumbado. Después de 2008, se atacó a Wall street por su papel en la crisis financiera. Peor aún, el rendimiento promedio de las inversiones era terrible. Recuerden: Sólo ahora está recuperando, el mercado, los picos de 2007, que estaban justo por encima de los de 2000.

Se dijo que los inversores, conmocionados y horrorizados por las pérdidas en las cuentas de jubilación, huyeron en manada del mercado de valores. Los fondos comunes de inversión de acciones sufrieron más de   500 mil millones de dólares en flujos de salida entre 2008 y 2012, informa el Investment Company Institute (ICI), la asociación de fondos comunes de inversión. Mientras tanto, los flujos de entrada a los fondos de bonos, considerados más seguros por muchos inversores, alcanzaron 1 billón de dólares durante esos mismos años.

Pero lo que pareció una purga de acciones fue más que nada un aligeramiento. Los flujos de salida de los fondos comunes de inversión de acciones fueron contrarrestados parcialmente por la compra de “fondos de inversión de acciones que cotizan en bolsa” (ETF, por sus siglas en inglés), un nuevo tipo de fondos comunes de inversión con tarifas menores. La última encuesta de la Reserva Federal halló que el 49,9% de las familias, en 2010 aún poseía acciones, un 3% menos que en 2007; aunque otras encuestas mostraron declives un poco mayores, ninguna llegó a los niveles deprimidos de principios de los años 80.

“No hemos visto un aumento en el número de inversores que no tienen acciones”, dice el economista de ICI, Brian Reid, quien examinó patrones de inversión de 401(k). “Lo que estamos encontrando es que la gente que tenía un 80%  en acciones, ahora está más cerca del 60%”.

En 2013, el aumento del 9% en el mercado ha producido una ganancia de riqueza de unos 1,5 billones de dólares, informa Wilshire Associates. Si los inversores gastaran sólo un 5% de esa ganancia, los 75 mil millones de dólares extra darían a la economía un lindo empuje. Lo que podría determinar sus decisiones es su evaluación de si el progreso en el mercado es real o artificial. Ambas posturas pueden defenderse.

Una vara de medida es la relación precio-beneficio (P/B): la proporción entre los precios de las acciones y los beneficios. Desde 1935, la P/B del índice Standard & Poor de 500 acciones ha promediado 16,9, expresa Howard Silverblatt, de S&P. La actual P/B del mercado es 17,6, cerca del promedio; eso sugiere que los precios de las acciones son justos.

Por otro lado, la Reserva Federal ha bombeado 85 mil millones de dólares por mes a los mercados financieros, al comprar valores del tesoro y bonos de hipotecas. Parte de ese dinero podría apuntalar las acciones.

El continuo atractivo de las acciones para muchos norteamericanos refleja la creencia convencional —probablemente correcta— de que ofrecen la mejor ganancia a largo plazo para la mayoría de los individuos. Pero el “largo plazo” no es lo que solía ser. En el auge de los años 90, se consideraba a las acciones como un camino sólo de ida a la riqueza. La última década ha brindado una costosa lección de realismo. Muchos analistas advierten a los inversores que no deben esperar las asombrosas ganancias de los años 90 en ningún futuro cercano. Lo sorprendente es que, a pesar del panorama sombrío, tantos norteamericanos sigan invirtiendo.

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La realidad europea

El BCE y Alemania insisten justamente en la austeridad que los electores italianos acaban de rechazar

/ 2 de marzo de 2013 / 04:33

La crisis del euro ha vuelto. En realidad, nunca se fue. Pero hubo un periodo prolongado, comenzando el verano pasado, en el que las elites políticas, empresariales y mediáticas de Europa se convencieron de que lo peor había pasado. El Banco Central Europeo (BCE) —la Reserva Federal de Europa— había tranquilizado los nerviosos mercados de bonos. Italia y España, los dos países que podían desencadenar una nueva crisis, podían obtener préstamos a tasas de interés razonables, porque el BCE había prometido actuar como entidad crediticia de último recurso. Aunque las naciones deudoras aún enfrentaban épocas duras, las cosas iban, poco a poco, solucionándose. Eso es lo que se decía.

Pero ya no. La última elección de Italia echa un jarro de agua fría sobre ese optimismo. El resultado parece ser una mezcla de absurdo y anarquía. Un nuevo partido político, dirigido por un cómico profesional, Beppe Grillo, recibió el 26% del voto. El magnate y ex primer ministro Silvio Berlusconi, de quien se había dicho repetidamente que estaba políticamente muerto, se levantó de su tumba y casi ganó. Entre la coalición de centro-derecha de Berlusconi y el grupo de centro-izquierda de Pier Luigi Bersani (ganador del voto popular), existen desacuerdos importantes en cuanto a políticas a seguir y, por lo tanto, no hay demasiados cimientos para formar un gobierno con una mayoría parlamentaria.

Pero los italianos enviaron, en efecto, un mensaje. “La elección no fue sólo anti-austeridad. Fue también anti-alemana,” expresa David Smick, editor de la revista The International Economy. “La retórica de Berlusconi fue muy antialemana. En la política italiana ahora, es peligroso parecer ser el perrito faldero de (la canciller alemana) Angela Merkel.” En un deslumbrante golpe, los electores italianos rechazaron la principal respuesta de Europa a la elevada deuda gubernamental —recortar gastos, elevar impuestos— y a la principal arquitecta de esa política, la alemana Merkel. Si es necesario rescatar a Italia, las negociaciones ya parece que serán tortuosas.

El resentimiento contra la austeridad no es ningún misterio. La economía italiana se ha contraído durante seis trimestres consecutivos; está ahora un 7,8% por debajo de su pico del tercer trimestre de 2007, informa el economista Martin Schwerdtfeger de TD Economics. En 2013, la economía se reducirá otro 1%, pronostica. El desempleo en diciembre era del 11,2%, mientras que el promedio anual de 2007 fue de 6,1%. Esa cifra también, probablemente empeorará en 2013. Ésa es la cuestión: los italianos no han obtenido muchos beneficios de esa austeridad.

Los impuestos aumentaron. El impuesto al valor agregado (un impuesto a las ventas) se elevará de 21% a 22%; hay un nuevo impuesto a la vivienda. Los beneficios de bienestar social disminuyeron. La edad requisito para la jubilación (en una época, 65 años para los hombres y 60 para las mujeres) se elevará a 67 para 2022. Y aún así, el panorama de la deuda no ha mejorado. Los pagos de los intereses y la economía (producto bruto interno) en contracción significan que la carga de la deuda está empeorando, señala Jeffrey Anderson, del Institute of International Finance, un grupo de investigaciones financiero. La deuda se elevó de 120% del PBI en 2011, al 127% del PBI en 2012, expresa la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico.

Sin un crecimiento económico más fuerte, Italia no puede generar puestos de trabajo y las rentas públicas necesarias para recortar la deuda. Incluso antes de la crisis financiera, el crecimiento era pésimo, promediando menos del 1% anual entre 2001 y 2008. Lo que lo obstruye, sostienen muchos economistas, son las protecciones de empresas y trabajadores, que proveen de privilegios para algunos pero desaniman —o impiden— la expansión. Un ejemplo es el artículo 18 de la ley laboral de Italia, que dificulta el despido de operarios. “Si no se puede despedir, no se contrata”, expresa Matthew Melchiorre, del Competitive Enterprise Institute, un centro de investigaciones de libre mercado. Las empresas tienen un incentivo para seguir siendo pequeñas. Italia tiene la mayor porción de puestos en micro-empresas (de menos de diez trabajadores) en la Unión Europea, dice.

Por lo menos 28 sectores de servicios —taxistas, farmacéuticos, abogados, contadores— gozan de licencias y otras restricciones que limitan la competencia. Roma tiene 2,2 taxis por cada 1.000 personas, expresa Melchiorre. El reciente Gobierno de Italia bajo Mario Monti redujo algunas de estas restricciones, pero fue obstaculizado para promulgar reorganizaciones más amplias. Algunos economistas creen que cambios “estructurales” importantes acelerarían el crecimiento, pero no es fácil calcular en qué medida lo harían.

El día posterior a la elección, la tasa de los bonos de diez años del Gobierno de Italia se elevó de 4,5% a 4,9% —un movimiento considerable para un sólo día. Aún están muy por debajo del pico del verano pasado de 6,6%, pero si los mercados financieros deciden que la situación de Italia está deslizándose fuera de control. Las tasas de interés se elevarán; la carga de la deuda aumentará. En algún momento, Italia —la tercera mayor economía de la zona del euro— podría necesitar de un rescate. España —la cuarta mayor economía— quizás también lo necesite.

Las cantidades necesarias empequeñecerían los salvatajes de Grecia, Portugal e Irlanda. No hay ninguna garantía de que se logren acuerdos. Como condiciones para la asistencia, el BCE y Alemania han insistido precisamente en la austeridad y en los cambios estructurales, que los electores italianos acaban de rechazar. ¿Podría Italia, respaldada por otras naciones deudoras, forzar cambios en las viejas políticas? Y, si no, ¿qué sucederá? El futuro de Europa sigue en juego.

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¿Por qué es tan difícil crear empleos?

La escasez de tra-bajo es el problema económico social más importante y urgente de EEUU.

/ 23 de febrero de 2013 / 08:04

El presidente Obama y los demócratas quieren más puestos de trabajo. También lo quieren los republicanos. Todo el mundo lo quiere. Sin embargo, la creación de puestos de trabajo es débil. Es cierto que la economía de EEUU ha generado 5,5 millones de puestos desde su punto más bajo. Aún así, hay 3,2 millones menos ahora que en el récord anterior. La tasa de desempleo oficial es 7,9%, pero sería de un 14,4% si se incluyera a los que trabajan a tiempo parcial y querrían trabajar a tiempo completo y a los que, desanimados, han dejado de buscar trabajo, señala Janet Yellen, vicepresidenta de la Junta de la Reserva Federal. La escasez de trabajo es el problema económico y social más importante y urgente de la nación.

Lo que es especialmente descorazonador y desconcertante es que, hasta ahora, se consideraba la creación de puestos de trabajo como una cualidad inherente de la economía norteamericana. A pesar de algunos años de falta de trabajo creada por recesiones, el desempleo promedió un 5,6% entre 1950 y 2007. La Oficina de Presupuesto del Congreso no espera que esa cifra descienda por debajo de un 7,5% hasta 2015.

Algo ha cambiado en la forma en que funciona la economía. Una teoría es el “des-apalancamiento”: los estadounidenses pagan su deuda elevada. La economía no se acelerará hasta que se complete ese proceso, sostiene ese argumento. El hecho de que el servicio de la deuda haya bajado a niveles de principios de 1990 se considera como un buen presagio. Otro enfoque es examinar la economía por sectores, y ver cuáles van a la zaga, comparados con recesiones pasadas. Yellen tomó ese camino y halló el sector de la vivienda (su gran crisis) y los gobiernos locales y de los estados (recortes de gastos). Nuevamente, se considera que hay indicios alentadores. La construcción de viviendas, los precios y las ventas han aumentado; y los gastos en el ámbito estatal y local se han estabilizado.

Este análisis ayuda pero, a mi parecer, no tiene en cuenta la historia principal. Exagerando un poco las generalizaciones, hemos pasado de ser una sociedad expansiva, que asume riesgos, a una sociedad asustadiza, con aversión al riesgo. Antes de la crisis financiera de 2008-2009, la inclinación era a gastar más y rendirse a una gratificación inmediata. ¿Quieres un automóvil nuevo? Seguro, por qué no. ¿Más cenas fuera de casa? ¡Gran idea! Las empresas se comportaron en forma similar. Los bancos concedieron más préstamos; las empresas contrataron más trabajadores y aprobaron más proyectos de inversión. La economía siempre en expansión justificaba el optimismo, y el optimismo respaldaba la economía siempre en expansión. Hola, burbuja.

Ahora la psicología se ha revertido. El sesgo es contra los gastos extras. ¿Cenar afuera? Comamos lo que quedó de ayer. ¿Reformar el sótano? Oh, déjalo como está. En los años de auge, la tasa personal de ahorro (los ahorros como porción de los ingresos después de los impuestos) cayó de un 10,9% en 1982 a un 1,5 % en 2005. Ahora está subiendo lentamente; entre 2010 y 2012, promedió un 4,4%. Podría subir más, imponiendo otro lastre para la economía. Las empresas también se han echado atrás. Se resisten a aprobar créditos, inversiones y la contratación de empleados. Desde 1959, la inversión de las empresas en fábricas, oficinas, mobiliarios, máquinas, etc. promedió un 11% de la economía (producto bruto interno) y alcanzó un pico de casi el 13%. Ahora está levemente por encima de un 10%, informa el economista Nigel Gault, de IHS Global Insight.

Observen que estas actitudes gobiernan sectores que dan cuenta de aproximadamente cuatro quintos de la economía: el gasto del consumidor constituye alrededor del 70% del PBI; las inversiones de las empresas representan el resto. Hacen que el sector de la vivienda parezca pequeño, alrededor de un 2,5% del PBI. La cautela y la aversión al riesgo no son tan grandes como para causar una recesión, pero en el margen han limitado la expansión de la economía a tasas —últimamente de entre un 1 y 2%— demasiado débiles para absorber la mayoría de los desempleados. El pesimismo produce una economía deprimida; la economía deprimida produce pesimismo. Ésa es la principal explicación de la deficiente creación de puestos de trabajo.

Tal como he escrito anteriormente, este viraje psicológico se generó del hecho de que la crisis financiera y la Gran Recesión no se predijeron. Los estadounidenses no están sólo desapalancando; también están creando riqueza para protegerse contra peligros desconocidos. Quizás el reciente movimiento hacia precios récord en el mercado de valores sea un indicio de una confianza restaurada. Pero recuerden: el mercado está simplemente volviendo a los niveles de fines de 2007. Un informe del Credit Suisse sostiene que el rendimiento de las acciones promediará alrededor de un 3,5% anual (después de la inflación) en los próximos 20 años, un pronunciado bajón del 6% desde 1950. Para compensar el rendimiento menor, las empresas necesitarán contribuir más a las pensiones. Los jornales sufrirán. Los gastos de consumo se debilitarán.

Somos rehenes de una psicología obcecada y restrictiva. No hay un arreglo obvio para el bajo crecimiento de los puestos de trabajo, precisamente porque requiere un cambio en el humor de la población o alguna fuerza autónoma de demanda agregada —una explosión de las exportaciones, inversiones en nuevas tecnologías— que no puede predecirse ni controlarse fácilmente. Podría ocurrir pero no puede garantizarse. La política importa, hasta cierto punto. Las constantes querellas por el presupuesto y los impuestos entre la Casa Blanca y el Congreso generan incertidumbre y subvierten la confianza. Obama care desincentiva la contratación, aunque no está claro en qué medida. Pero las soluciones grandiosas, como los gastos en infraestructura, se hunden por falta de viabilidad. Llevaría tiempo alcanzar un nivel significativo de proyectos y representaría un gasto excesivo para el presupuesto. Aguardamos, abrigando esperanzas.

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