Arrepentimiento y perdón
Arrepentirse de algo mal hecho no es disminuir la propia valoración, es más bien un acto de nobleza
Pasado el Carnaval, tiempo dedicado, desde siglos lejanos, a la diversión y al jolgorio, frecuentemente non santos (dicho en latín macarrónico), la Iglesia propone a sus fieles un tiempo de especial reflexión espiritual. Son 40 días de la Cuaresma que deberían ser de renovación espiritual y firmes propósitos de ser mejor. Son también la mejor oportunidad de preparación para la subsiguiente Semana Santa, cuando se conmemora con especial devoción la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, Salvador.
La Iglesia recuerda a los católicos y a todos aquellos hombres de bien que de-seen escucharla el deber moral (digámoslo en términos familiares), la obligación de portarse bien. Comportamiento que no sólo se refiere al hombre y a la mujer, al joven y al viejo, individualmente considerados, sino que repercute beneficiosamente en la convivencia social en la que vivimos. Perfeccionarse a sí mismo en todo aquello que nos incumbe es la mejor contribución que cada uno puede hacer al turbulento mundo en que vivimos.
Como fruto de la predicación semanal estimo oportuno destacar dos virtudes indispensables para la tranquila convivencia: el arrepentimiento y el perdón. Arrepentirse de algo mal hecho no es disminuir la propia valoración, sino todo lo contrario: es una forma de reconocer que lo mal hecho con pleno conocimiento o por un error que pudo evitarse no perfecciona a uno mismo, sino que lo minimiza. Arrepentirse de lo mal hecho es un acto de nobleza consigo mismo. Uno reconoce no ser tan excelente como creía o quería hacer creer a los demás.
Así trato yo de explicar en una exégesis muy personal y que puede discutirse: la hermosa parábola del hijo pródigo. Aquel joven de familia acomodada o rica que exigió su herencia para salir del hogar y “farrearse” locamente. El muchacho no se arrepintió por un arrebato de sentido moral sino porque, habiendo dilapidado lo que heredó por su propio capricho, llegó al punto de no poder ni siquiera comer las bellotas que alimentaban a los chanchos del lugar. Tampoco tenía sandalias (aquí sería ojotas) que calzar. Ni vestía la ropa que lucía antes del abandono de su casa. La cruda realidad del pordiosero por su culpa le indujo a retornar.
Ahora bien, cuando Jesús desarrolla esta parábola le infunde otro sentido, el del pecador que vuelve al camino del bien porque se lo pide la propia conciencia. Este es el verdadero sentido de la narración. La infinita magnitud de Dios para aquellos que realmente se arrepienten por “haberos ofendido”, reza una hermosa oración que aprendimos en el catecismo. En cuanto a la segunda escena de la parábola, el padre del hijo pródigo que nunca dejó de esperar su retorno, y que cuando vuelve apesadumbrado y contrito, ordena que se celebre una espléndida fiesta y gozo familiar, es la figura de Dios misericordioso y perdonador.
Un tercer personaje es el hijo que no abandonó el hogar que no logra reprimir su envidia, porque a él nunca le dieron un animal bien cebado para festejar algún acontecimiento con sus amigos. Este tercer personaje merecería otra reflexión. Y así termina este comentario del capítulo dedicado al hijo pródigo y a su padre, fue el que más me impresionó.