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Un funeral memorable

En el colegio, las clases de Historia de Bolivia eran recuentos lineales de la biografía de los presidentes que se sucedieron en el periodo republicano. Y, en muchas instancias, si el fin de sus días no terminaba en sendos asesinatos, registraba un melancólico desenlace que decía: “murió pobre y olvidado…”, como en el caso de Tomás Frías. Empero, la muerte de monarcas y gobernantes en pleno ejercicio de sus funciones causa siempre desusada conmoción, provocando, al menos por un tiempo, un sentimiento de conmiseración. Eso sucedió luego del suicidio de Germán Busch o del accidente aéreo del general René Barrientos, en cuyas respectivas pompas fúnebres se emitían lamentos por pérdidas aparentemente irreemplazables. Pero, “sus ojos se cerraron y el mundo siguió andando”; como dice la canción.

Eso sucede en Bolivia, pero también en otros lares. Por ejemplo, me correspondió asistir al entierro de Tancredo Neves, quien falleció en 1985, el día antes de asumir el mando supremo en el Brasil. Un millón de personas acongojadas acompañaron, en la capital, el desfile de sus restos mortales. En 1996, participé en las exequias de François Mitterrand, despedido con lujo de oropel protocolar en la catedral de Notre Dame. Allí, junto a Fidel Castro, Yasser Arafat y un centenar de reyes y presidentes, se homenajeó al egregio socialista.

Más recientemente, en Cambodia los súbditos del legendario rey Norodom Sihanouk, en 2012, formaron  largas filas hasta su última morada. En cambio, en el introvertido Estado comunista de Corea del Norte, durante varios días de diciembre de 2011, las imágenes televisivas mostraron miles de dolientes coreanos llorando al unísono, con disciplina militar amañada, la desaparición del “querido líder” Kim Jong Il.

Pero ningún paralelo se asemeja al sepelio de Hugo Chávez, cuya existencia se extinguió a los 58 años, truncada por un cáncer terminal. El caudillo venezolano que, en vida, no pudo convencer a sus opositores que contaba con un genuino apoyo popular, de muerto, sin convocatoria previa y con una espontaneidad jamás vista en Venezuela ni en otro país, millones de sus adherentes se lanzaron a las calles, ostentando sus rojas vestimentas, para tratar de siquiera tocar con la yema de los dedos su féretro letal. Allí no hubo manipulación alguna, la filmación de miles de rostros apenados reflejaban sincero dolor. La iconografía chavista de todo color y tamaño inundó Caracas. Los pobres de los barrios aledaños, que conformaban esa marea carmesí de varios kilómetros, deseaban trasuntar su agradecimiento a quien distribuyó el maná petrolero en obras sociales que mitigaron la pobreza extrema, a través de misiones destinadas a sostener la trípode esencial del desarrollo: salud, educación y vivienda.

Sin pretender calificar la ejecutoria gubernamental chavista, remarcamos que el pueblo se recogió en una devoción más que religiosa. Un fenómeno inédito que rebalsa la interpretación meramente sociológica y accede al sincretismo de las creencias yorubas con el evangelio cristiano. Chávez, muñido a su cruz, se ha convertido en un ícono al que por siempre idolatrarán buena parte de  los venezolanos, tan afectos a la santería y a los fenómenos parapsicológicos. Así, como antes se pedía milagros a María Lionza (la mítica deidad autóctona), ahora será Hugo Chávez,  cuyo perfil pintado en estampas y escapularios dará esperanza a los necesitados. Para ello, su cuerpo será venerado en romerías al santuario erigido en su memoria. Entonces,  muerto un  político carismático, habrá nacido un apóstol protector.