El adiós
Decir adiós, a gran escala o entre pocos, en la muerte y en la vida, siempre duele.
La muerte duele por el hecho objetivo del adiós y por el egoísmo —subjetivo— de tener que despedir a alguien sin nuestro consentimiento. Pues, ha llegado el doloroso momento de decir adiós. Para millones, de Hugo Chávez; cuesta despedir al líder carismático más importante de este joven siglo. Para mí, de La Razón, mi casa en los últimos ocho años. Desde luego que no hay punto de comparación entre una despedida multitudinaria y políticamente trascendente, y otra sin mayor alcance que el de una persona. Pero decir adiós, a gran escala o entre pocos, en la muerte y en la vida, siempre duele.
Comencemos por lo relevante. La muerte duele más allá de los hombres y sus acciones: “No hay muerto malo”, recordaba un amigo al venírsele a la mente esa verdad de hipocresía. Yo siempre he criticado el proceder de Chávez y no porque haya muerto voy a cambiar de opinión, aunque se enoje mi amigo. Eso no me inhibe de permitirme ser hidalgo y destacar, por ejemplo, su preocupación por los menos favorecidos con las injustas políticas que se han copiado unos países a otros en décadas pasadas.
Chávez, el personaje extravagante, el hábil comunicador avenido incluso a las nuevas tecnologías de la información, no se parecía en nada a esa gente: le faltó sencillez, amansar sus ínfulas de grandeza. Hombre al fin, no supo manejar la vanidad del ser humano débil, que ve cómo le plantan un monolito con su efigie en la plaza del pueblo. Populista, ególatra: único capaz de llevar adelante la revolución bolivariana. Por indispensable, por sus 14 años en el poder se había vuelto tan cabal, para él, la denominación de “caudillo”. Por eso y por su enorme carisma.
Sin dudas que su mayor aporte fue el haber sentado las bases de una probable soberanía política real, independiente de Estados Unidos; probable porque se llevó a la tumba una doble moral embalsamada, de la voz en cuello contra el imperio y de las manos llenas por el imperio… de los petrodólares. Un objetivo laudable: la integración regional, el sueño de Bolívar. Se valía de su amistad con mandatarios que, como Evo Morales, recibían gustosos sus ayudas económicas para repartirlas donde veían conveniente. La famosa chequera venezolana que nadie sabe si continuará girando papeles.
Íntimo de Fidel, el eterno, el que tuvo a Cuba sojuzgada por 50 años; una alianza dura que se sostuvo, también, por la generosidad del petróleo. Ahora corren apuestas sobre si el proyecto chavista puede subsistir sin su líder: el idilio con la doctrina del Socialismo Siglo XXI morirá si no pasa la prueba nunca superada del bienestar económico. No hay otra forma de que Chávez prolongue su vida ideológica.
Paso a mi despedida con adiós que, seguramente en menor proporción a lo que muchos de ustedes sienten por Chávez, duele también.
Pertenecí a la familia de La Razón ocho años y un cambio en las reglas del juego me obliga aceptarlas o partir. Me lo comunicaron el día de la publicación de mi artículo titulado: Deshonestos y desfachatados.
Disculpen esta apostilla personal, que por supuesto me ruboriza; debía hacerlo por varias razones. Por la formalidad de la despedida, por agradecimiento a los directores, jefes, editores, armadores y correctores que me han tolerado hasta ahora y que nunca me censuraron ni me pidieron que modificase una coma, pese a la incomodidad que yo sé que les causaban algunas de mis opiniones. Principalmente, escribo este adiós por respeto a ustedes, lectores hombres y mujeres que, si quieren, podrán seguir atisbando el mundo conmigo desde esta Dársena en otros periódicos, incluso uno de La Paz.