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Recibiendo a Francisco

El cardenal Mario Jorge Bergoglio ha debutado como Francisco bajo una estampida de sospechas. En pocas horas, ha subido al altar y descendido al más recóndito de los infiernos. Se lo ha ensalzado y denigrado con igual esmero, allí donde ya todos nos hemos graduado de expertos en su vida. Mayor expectativa no podía haber despertado la Iglesia con tal designación; todos aguardan los gestos primeros del jerarca mayor del Vaticano y hacen apuestas antagónicas sobre su futuro rendimiento. No será un Papa cualquiera.

Semejante éxito publicitario se debe quizás a que el elegido conjuga hebras que ninguno de los anteriores fue capaz de tejer. Viene del sur, pero es tan conservador como sus ilustres antecesores europeos. Tiene carisma y humor, pero los usaría para inmovilizarlo todo, vale decir, le serían útiles sólo para entretener. Es llano, directo y sencillo, pero sin la menor intención de hacer terrenal la doctrina. Se identifica con los pobres, pero no simpatiza con varias de sus causas demasiado políticas. Armado de semejante arsenal, es un hombre capaz de poner en jaque a innumerables adversarios sin siquiera diluir la dulzura de su rostro.

Cuentan algunos de sus paisanos que Bergoglio abandonó a dos de sus colegas jesuitas a merced de los cachorros de la dictadura argentina.

Los más cautos le reprochan no haber actuado con valentía para ahorrarles la prisión. Los más agraviados lo acusan de haberlos entregado al cautiverio.  Sin embargo, la mayoría parece reconocer que más adelante abogó por su liberación en conversación íntima con Videla. Nadie niega, por otro lado, que Bergoglio ayudó a varios perseguidos y que sostuvo una actitud solidaria, aunque silenciosa, con las víctimas de la tiranía.

Adolfo Pérez Esquivel, el Premio Nobel argentino, lo ha dicho con precisión: no fue cómplice directo de los militares, pero le faltó coraje para acompañar la lucha por los derechos humanos.

De modo que el primer Papa latinoamericano no jugó a la carta del heroísmo como tantos curas tercermundistas, pero tampoco fue la figura sombría que secundaba a los torturadores silenciando a campanadas los lamentos de los encadenados. “Silencio cómplice”, dicen los que piden peras al olmo. “Realismo y adaptación a circunstancias adversas”, responden los que eluden su condena prematura.

De hecho, los documentos ventilados en estos días muestran al clero argentino enfangado en un dilema irresoluble: cooperar con un gobierno que decía luchar contra el comunismo ateo, o compartir el destino trágico de decenas de mártires de la resistencia en universidades y villas miseria. Dadas sus dimensiones, la Iglesia tuvo cuerpo extendido para ambas tareas. La jerarquía se reunía periódicamente con la Junta de Comandantes, mientras los curas de barrio registraban los dolores de la “guerra sucia”. Ensayaron entonces una ecuación arriesgada: usar sus buenos oficios en la Casa Rosada para aminorar los quebrantos de los perseguidos. De ese modo, portaron la cara amable del régimen. Aquel equilibrismo les significó fugas enormes de reputación y una crispación prolongada con la presidenta Kirchner. Es sintomático que alguien salido de tales laberintos tenga hoy la misión de reavivar las fuerzas del catolicismo en el mundo. Francisco ha atravesado aguas bravías, parece templado para peores tormentas.