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El innombrable

Debo confesar que hasta hace poco no caí en cuenta que la linda ciudad de Oruro, que en días de fiesta y noches de guardar se pone más distinguida, tenía aeropuerto. Es que mis arribos y alejamientos por allí siempre fueron terrestres. Menos sabía entonces que aquel aeropuerto, desde tiempos lejanos, llevaba un prestigioso nombre. Ahora lo sé, por gentileza de la Asamblea Legislativa Departamental. Y eso se agradece.

Así, en mi próxima visita, si acaso toca retornar en avión, abordaré un taxi para decirle al señor conductor: ¿me lleva por favor al “Aeropuerto Internacional de Oruro Juan Mendoza y Nernuldes”? (así, con mayúsculas). Aunque lo más probable, dadas la prisa y las costumbres, es que simplemente le pida que me lleve al aeropuerto (libre de adjetivos). Cuando en un futuro promisorio en Oruro haya dos o tres aeropuertos tendré cuidado en mencionar el nombre. No vaya a ser que mi vuelo salga de la terminal Pagador y me dejen en la Mendoza. O en la Morales interruptus. Con los taxistas nunca se sabe.

Todavía no he tenido la suerte de conocer el nuevo aeropuerto internacional de Oruro. Una sobrina y un amigo que allí estuvieron, por separado, dicen que es/está bonito (“churo”, dijo ella; “moderno”, expuso él). Les creo, aunque su experiencia, vía TAM, haya sido en Carnaval (y por esas fechas ellos no suelen estar precisamente sobrios). Ya lo comprobaré personalmente. Igual asumo que debe ser un aeropuerto especial, pues su sola (re)nominación, ahora sin efecto, trajo consigo insospechados remezones.

A la distancia, con noticias fragmentadas en las ediciones virtuales de los medios y la opinión usualmente fogosa de las redes sociales, es un poco difícil percibir con claridad las emociones y sentires —más allá de las razones declaradas— que agitaron un conflicto departamental de casi 50 días… ¡por el nombre del aeropuerto! Está visto, como dicen los sociólogos, que Bolivia tiene una notable “densidad organizativa” y un bien cultivado “repertorio de confrontación”, pero estas batallas simbólicas —hasta las penúltimas consecuencias— no dejan de sorprender.

¿Por qué la mayoría oficialista en la Asamblea Departamental, sin ninguna consulta, decidió aprobar una ley que cambia el nombre del aeropuerto por el del presidente Evo Morales? Ellos dicen que lo hicieron por gratitud. Les echan en cara que fue por llunk’erío. ¿Gratitud por una obra financiada con recursos públicos? Si así fuera, toda nueva infraestructura tendría que llevar el nombre del gobernante que la hizo posible (y tropezaríamos a cada paso con el culto a la personalidad). Contar con una terminal internacional no es un regalo, cierto, sino un derecho. Aunque en contrapartida habrá que recordar que los gobiernos de los últimos 65 años no destinaron ningún recurso público para ese fin. Y que yo sepa las “fuerzas vivas de la orureñidad” no hicieron paro cívico alguno para exigirlo.

Ahora bien, ¿cuáles fueron los motivos que cohesionaron la movilización urbana en defensa del nombre: Juan Mendoza, primer aviador boliviano? Aquí radica la mayor complejidad. Los impulsores de la protesta exhiben dos principios que no son menores: preservar la “memoria histórica” y “exigir respeto”. Por su parte, quienes buscaban el cambio de nombre a favor de Evo Morales descalificaron la creciente movilización, alegando que era una maniobra política (impulsada por el MSM y UN) y, más aún, una acción de clase e incluso racista.

Finalmente se logró un difícil acuerdo departamental y se mantienen las cosas como allí estaban desde 1945 (esto es, el aeropuerto de Oruro, ahora internacional, seguirá llamándose Juan Mendoza y Nernuldes, para servirle). Además de una consulta de trámite al Tribunal Constitucional, queda abierta la posibilidad de un futuro referendo para cambiar el nombre. ¿Votar por un nombre? Sí, votar por un nombre.