Llevé a Salta las 15 novelas fundamentales editadas por el Ministerio de Culturas y entregué el paquete a la Biblioteca Central, a nombre de Pablo Groux y en manos del Ministro de Cultura de la provincia. Hubo muchos interesados en sobar al menos los lomos de la augusta edición, y entonces una dama de buen ver me preguntó si yo también estaba entre los 15. Le dije que por supuesto. Me preguntó mi nombre, y le contesté: Adela Zamudio. Me miró con aprensión: raro este país donde los varones tienen nombres de mujeres; preguntó si había muchos Zamudios en Bolivia, le dije que no porque es apellido argentino y ahí cambiamos de tema.

Poco después, una profesora de la carrera de Letras y poeta, muy guapa desde luego, me preguntó: —Cómo te llamás. Le respondí que Ramón y de inmediato me dijo: —Mirá, Manuel. Ya le había prevenido a Pablo Cingolani y a Ricardo Soliz sobre esta crisis de identidad que me persigue, porque me dicen Manuel y no Ramón. Cierta vez, la Universidad Católica me dio un cheque girado a mi nombre, pero en el camino al banco vi que estaba girado a un Manuel Rocha Monroy, que no existe. Cambiarlo era un trámite, así que me acerqué a la cajera de turno y le di cheque y cédula. Me miró sonriente y mientras tiqueaba sin ver me decía: —Cómo está don Manuel, ¿bien, don Manuel?, ¿cómo están sus hijos, don Manuel? Y me pagó sin fijarse en mi nombre.

¿Es o no motivo suficiente para quejarse de crisis de identidad? En el Seguro Universitario me dicen Sixto (mi primer nombre, como mi padre), pero al entregar las papeletas de pago buscan en vano en la M y tengo que decirles que en la R porque no soy Monroy. Es frecuente que me llamen “amigo Monroy”, pero yo apellido Rocha y no me llamo Manuel; dejen ya de joder, como dice la canción.

Para mayor inri, durante la última feria del libro me encontré con un dilecto amigo y aproveché su presencia para contar una anécdota que tiene 30 años, ya sin rencores ni malos recuerdos. Sucede que los poetas paceños no quisieron aceptar que hubiera poesía celebratoria y entonces, como buen cholo plurinacional y provinciano, me vengué con una columna que en su resumen ejecutivo decía lo siguiente: Estos tjaparankus que revolotean sobre el cadáver augusto de Jaime Saenz sin una pizca de su talento. A los días, el amigo dilecto me llamó en conferencia telefónica para decirme que los poetas paceños se habían reunido para firmar un manifiesto en contra mía, y que me daba 24 horas para retractarme, pues de lo contrario el manifiesto saldría en una página y en un diario de circulación nacional. Le dije que más bien le agregara mi firma al documento con un “Recibí conforme” y lo publicara.

El caso es que me descuidé de adquirir el diario de marras y de recortar el manifiesto como una suerte de título en provisión nacional. Terminó el acto en medio de abrazos y de pronto se me acerca el dilecto amigo y me felicita porque la anécdota me había salido bien y el público la había festejado. “Por eso no quise interrumpirte”, agregó. “Pero, ahora que estamos solos, ¿cuándo putas te llamé yo por conferencia telefónica? ¿Cuándo nos reunimos los poetas paceños para redactar un manifiesto en tu contra? ¿En qué diario se publicó y en qué fecha?”

Me dejó cojudo. Hasta hoy había alimentado la ilusión de que los poetas paceños… Entonces revisé otros episodios de mi vida y llegué a la misma conclusión aterradora: ¿no serán todos productos de mi imaginación?