En un país libre
Silvio nos enseñó que el arte debe ser bello, pero que también debe tener sentido, militancia
Parece increíble pero el primer casete de Silvio Rodríguez lo compré en el Chile de Augusto Pinochet. Claro, fue en Arica, y la dictadura mapocha ya se resquebrajaba; lo compré en el mercado, en un pequeño puesto de discos y grabaciones piratas. Eran otros tiempos, para poder escuchar otra vez una canción que te había encantado, tenías que dar vueltas y vueltas con el bolígrafo a la cinta, porque la plata no alcanzaba para comprar otras pilas, que se gastaban de tanto retroceder.
De esos tiempos recuerdo ese tema que dice “vivo en un país libre/ cual solamente puede ser libre/ en esta tierra, en este instante/ y soy feliz porque soy gigante”. Lo escuchaba una y otra vez, haciendo girar la puntabola, luchando por construir ese país libre y deseando que me “perdonen, por este día, los muertos de mi felicidad”. Esa letra lleva un título tan críptico como el de Pequeña serenata diurna. Luego vino el tiempo de Pablo Milanés con canciones como El breve espacio en que no estás, y el amor incompleto que se acerca a lo que uno simplemente soñó mientras “todavía quedan restos de humedad”.
Pero volvamos a Silvio y a los temas que marcaron nuestros 20, 30 y 40 años, compartiéndolos con nuestro espejo, con los cuates, con las que amamos, con las que nos amaron. Acompañándonos en las victorias y dándonos fuerzas en las derrotas. Como aquel tema que habla de El necio, y uno aprieta los dientes y dice “me muero como viví”, cuando todo parecía negro y el neoliberalismo había impuesto el egoísmo de nuevo y el discurso destinado a llenar los bolsillos de unos cuantos.
“Dicen que me arrastrarán por sobre rocas cuando la revolución se venga abajo”, dice Silvio, y nosotros apretábamos más fuerte los dientes. Y el cantautor, militante comunista, con nosotros, mostrándonos que el arte no puede ser panfleto, que debe ser bello pero que también debe tener sentido, debe tener militancia, para que las cosas bellas sean también necesarias, para que sean obras del amor y no sólo del grito de la criatura desesperada. Como recordándonos que no somos burócratas del discurso, sino “obreros de la palabra, arquitectos del verbo”.
Y ahora volverá a estar con no- sotros y yo llevaré a mi hija de 15 años, a mi Mishka (cuyo nombre quiere decir en quechua primera cosecha), y cantaré con ella y recordaré y desearé desde lo más profundo de mi corazón que ella también siga viviendo en un país libre, ése que nos han regalado los movimientos sociales que ese 15 de abril serán los invitados de lujo en un Tahuichi que nunca, nunca, será más boliviano.